martes, 22 de diciembre de 2009

Viento en los corazones - Felicitas Rebaque de Lázaro


Un viento extraño soplaba desde el amanecer. Apareció de pronto, así sin más, al mismo tiempo que el sol, como si se hubieran dado una cita. Un viento rebelde que formaba remolinos de arena y jugaba al escondite con las lonas de las jaimas. Las batía, se alejaba y todo quedaba quieto. Uno, dos, tres, cuatro…y… aparecía de nuevo sacudiendo lonas y arena , revolviendo el pelo del pequeño Ahmed.

Había pasado la noche despierto. Las mujeres musitaban plegarias y los hombres hablaban en voz baja. Los susurros se habían sucedido hasta casi la salida del sol, cuando el cansancio enmudeció a todos y trajo al silencio. Pero él ya no pudo atrapar al sueño. Era pequeño, pero no era tonto. Llevaba varios días viendo la cara de preocupación de sus padres y escuchando las conversaciones de los mayores pendientes de las noticias que iban y venían.

Sabía que alguien sufría, que una mujer de su pueblo, Aminetu, lejos, luchaba por su tierra, por sus hijos, por su familia, por ellos. Eso decía su padre. Y si su padre lo decía es que era verdad. Su padre nunca mentía. Había dejado de comer y no volvería alimentarse hasta que no la permitieran regresar a El Aaiún, al verdadero Aaiún con sus hijos, con su familia. ¿Qué podemos hacer desde aquí? Había preguntado angustiada su madre. Poca cosa, le había contestado el padre. Confiemos en que la intercesión de voces poderosas hagan el milagro y pueda regresar.

Le chillaron las tripas. ¡Hambre! Él casi siempre tenía hambre. Se imaginó lo que podía ser estar muchos, muchos, muchos días sin comer. Hasta la muerte. Hasta la muerte. El hambre le subió a la garganta y le estrujó el corazón. Se apretó el estomago para hacerlo callar. Todavía no había amanecido, tardaría en desayunar. ¡No! decidió de pronto. No desayunaría. Si Aminetu no comía, él tampoco lo haría. Hasta la muerte. Esas voces poderosas podrían hacer mucho, pero él también quería ayudar. Su voz apenas se oía más allá de su jaima, y eso cuando gritaba fuerte. No llegaría a los oídos de los que impedían que Aminetu regresara, pero ella sí que podría percibir el apoyo de su pueblo, que otros pueblos defendían su causa. También él, que acababa de cumplir siete años. Se palpó las costillas y los dedos se hundieron entre ellas. Las tripas volvieron a quejarse.

Y entonces llegó el viento.

Le gustaba escucharlo acostado en su manta golpear contra la lona. Pero ese viento era extraño… parecía que…no, no podía ser… ¡El viento hablaba! El viento estaba lleno de palabras. Pensó en avisar a su madre, pero… mejor no. ¡Cosas de niños!, diría.

Había salido fuera sin hacer ruido, evitando despertar a su familia. Todo estaba quieto, en silencio. El sol se desperezaba en el horizonte, brillante, haciéndole achicar los ojos hasta dejarlos como dos punzones negros. ¿Y el viento? Iba a regresar dentro cuando apareció de sopetón y le golpeó la espalda. Se arremolinó sobre él, aturdiéndole un poco. Después se alejó saltando de jaima en jaima.

Y allí estaba desde el amanecer, parado delante de la puerta de la jaima escuchando lo que decía el viento. En sus ráfagas racheadas iba esparciendo palabras; las soltaba y las recogía para después dejarlas de nuevo libres… las palabras libres... las voces libres… el viento libre. El hombre es libre, decía el viento. ¡Libre!

¡Claro! ahora comprendía por qué nunca pudo coger al viento. Sus amigos apresaban moscas y escorpiones y los metían en un frasco de cristal, pero él quería atrapar al viento, a las estrellas o a la luna que plateaba las jaimas porque había días en que no había viento, y noches sin luna y sin estrellas. Y a él le gustaba sentirlos y tenerlos cerca, siempre; como siempre tenía cerca el rostro de su madre y la mano áspera de su padre que no escatimaba caricias.

Un día en el que el siroco soplaba con fuerza había salido con un frasco de cristal, de boca ancha, y lo había puesto en su contra. El viento entraba, pero tan sólo dejaba en su interior algunos de los granos de la arena que arrastraba. Ni rastro del viento. Otra vez puso agua en el barreño de la cocina, salió a la noche y esperó a la luna. Al poco apareció, llena, grande, blanquísima, cercana, tan cerca que parecía que la podía acariciar. Movió el barreño hasta que la luna quedó sumergida, pero sólo pudo retenerla un rato; después, a pesar de sus esfuerzos, la luna se marchó.

Y ahora lo entendía, la luna y el viento eran libres, por eso nunca los pudo encerrar en un frasco de cristal o en el barreño de agua. Libres, igual que las palabras, igual que los hombres. Libres. Las palabras son libres. Las palabras que llevaba el viento hablaban de libertad, de respeto a la libertad

¿Yo también soy libre?, preguntó al viento. Así es, le contestó revolviéndole el pelo. Se acordó de la mujer de la que hablaban sus padres ¿Y Aminetu? Ella también. ¿Por qué entonces no puede volver a su casa? ¿Por qué se va a morir? ¿Está presa? El viento no respondió pero sopló con más fuerza, tanta que Ahmed creyó que le iba a tirar al suelo. Tan fuerte soplaba que llegó a pensar que se había enfadado con él. Puede que le hubiera hecho una pregunta inoportuna. El viento seguía silbando furioso, enfadado, y Ahmed no se atrevió a preguntar más. Se concentró en intentar comprender las palabras que racheaba y escupía igual que el camello encabritado se niega indómito al roce de la silla y al tirón de la anilla en su nariz.

Otra nueva voz, una voz de gigante, intentaba elevarse sobre las otras voces. “No, no, no”, decía esa voz grave y poderosa. Las demás seguían hablando de dignidad, de derechos humanos, de libertad. Ahmed desconocía el significado de aquellas palabras pero debían de ser muy buenas e importantes porque las voces que clamaban frente al “no” eran muchas, muchas. Pero la voz de gigante seguía estrellando sus “no, no, no” contra ellas. El viento comenzó moverse aún más rápido. Se retorcía arriba y abajo como cuando se produce una tormenta de arena. Parecía que quisiera expulsar a esos “noes” que se hacían cada vez más fuertes.

De repente, un nuevo sonido se elevó sobre todo. No eran palabras, no era el viento, era el golpe de un tambor: “toc, toc.toc. Un golpeteo que parecía venir de muy lejos. “toc, toc, toc” y que sonaba cada vez más tenue. Las voces se iban acallando según que el “toc, toc… toc……” se debilitaba. Hasta la de gigante dejó de oirse.

El viento también escuchaba, y el sol se iba apagando con cada golpe. Todos escuchaban ese “toc, toc,toc” que por momentos se hacía más débil, casi imperceptible. Ahmed se asustó. No sabía qué estaba ocurriendo pero percibía que era algo muy grave. El viento quieto, el sol poniéndose por la mañana. El tambor cada vez se oía más lejos como si fuera un eco, lejos, lejos, lejos. Amhed comenzó a oir otro tambor, pero este sonaba dentro de él. Los golpes eran fuertes y rápidos. Su corazón le golpeaba el pecho: “toc, toc, toc”. ¡Su corazón! ¡Era el latido de su corazón! El suyo fuerte, el otro, apenas un murmullo, se extinguía agotado, a punto de detenerse. Cuando el corazón se para se termina la vida. Eso lo sabía Ahmed

Nadie se lo dijo, pero él lo supo: la mujer por la que estaban tan preocupados sus padres, por la que el viento había hablado, agonizaba. Aminatu se moría. Y Ahmed sintió como un pedrada en la frente cuando el “N0” de gigante se elevo de nuevo sobre las voces silenciosas. Había que hacer algo y rápido; había que lograr que el corazón de Aminatu siguiera latiendo. Pero…¿ qué podía hacer él? Tan pequeño, tan lejos… Las lágrimas brotaron como el agua detenida. Le entraban por la nariz y le ahogaban. Era un llanto como Ahmed nunca había llorado. Un llanto impotente y amargo. Cayó de rodillas y estrelló su rabia contra el suelo. El latido ya casi se oía, con esfuerzo se adivinaba. El sol se había cubierto con un oscuro velo. Las palabras que antes llevaba el viento, ahora se habían metido en su cabeza y se repetían sin cesar: “libertad, el hombre libre, la fe libre, el Sahara libre, el corazón libre, el viento libre”. ¡Él quería ser libre! ¡También quería volver al lejano El Aaiun, el verdadero...! Como el viento, como la luna…Cerró los ojos fuerte, fuerte, concentrando toda su fuerza en su mente y en su deseo. Dos palabras salieron de sus labios. Primero en un susurro: “sí, sí, sí, sí”, para después elevarlas sobre las jaimas, hasta el cielo en un grito: “Sí sí, sí”. Y gritó, gritó como no había gritado nunca mientras golpeaba, una y otra vez, el suelo con sus puños: “sí, sí, Sí, Sí, SÍ, SI”.

El viento se agitó de nuevo, las voces volvieron y se unieron todas a su grito: “SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ, SÍ…” El estruendo era inmenso. Pero… ¡Un momento! Ahmed se puso de pie de un brinco y escuchó por encima del clamor de los “Sí”. Le había parecido…, creía haber oído… “toc, toc, toc”. Se puso la mano en el pecho. De nuevo volvió a escucharlo: “Toc, toc, toc, toc”. No, no era su corazón. ¡Era el corazón de Aminatu! Volvía a latir, firme, fuerte. Ahmed palmeó las manos de alegría. “Sí, SÍ, SÍ”, cada vez era más potente el latido de Aminatu: “SÍ, SÍ, SÍ, SI SÍ, SÍ, SÍ...” La voz de gigante había enmudecido.

¡El milagro! ¿Había sucedido el milagro? Ahmed recordó las palabras de su abuela: “los milagros se producen cuando la fe se alimenta con la fuerza del corazón”.

El sol se había despojado del luto y la mañana lucía brillante. El viento se alejó cuando la madre de Ahmed le llamó para desayunar. Antes de entrar en la jaima se limpió las lágrimas que todavía corrían por su cara, se sorbió los mocos y escuchó de nuevo. El aire ya sólo tenía un sonido: “toc, toc, toc,toc ” el latido del corazón de Aminatu. El latido del pueblo saharaui.

Este cuento fue escrito un día en el que el corazón y la fe del mundo se abrazaron a la libertad.

Felicitas Rebaque de Lázaro.

Diciembre de 2009. 29 días de huelga de hambre.


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Extraido de: http://www.bubisher.com/
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