martes, 25 de mayo de 2010

Centralización y Descentralización en el Proceso del Estado Venezolano - Jesús Puerta


1.- El tema:

El debate político venezolano, en su polarización, ha evidenciado suficientemente que no se trata de una conversación filosófica dedicada a la aclaración de los conceptos; sino una lucha por la adscripción, la confianza, la lealtad y la distribución entre los grupos, clases y fracciones de clase, de ciertos medios de producción de opinión (doxográfica) y reproducción ideológica.

Por supuesto, aquí se juega la hegemonía, en su doble sentido de “dirección intelectual, moral y cultural” de clase y articulación en un discurso de las demandas de los grupos sociales mediante la equivalencia y el antagonismo.

De allí que el conocimiento de la política está surcado inevitablemente por las tensiones del debate político.

La comprensión y la explicación que se da de la serie de los acontecimientos no pretenden eludir la toma de posición; sino, al contrario, fundamentarla.

Así como el científico natural supone implícitamente que la Naturaleza está allí a disposición del Ser Humano, para ser explotada, aprovechada, manipulada y controlada;

el científico social tiene conciencia de que su conocimiento puede servir a uno u otro bando. Esa es la premisa de su propia lucidez.

El debate acerca del estado venezolano y sus transformaciones, es el debate político por excelencia. No siempre es así, ni tiene que ser así.

A veces el tema transcurre en oscuros y ocultos escenarios académicos exclusivamente, y no trascienden al campo doxográfico.

En todo caso, su relevancia pública es el síntoma de la crisis del propio estado, es decir, del objeto y las condiciones mismas de la práctica política.

En Venezuela la discusión sobre la transformación del estado nos señala la crisis misma del estado. Las diferentes posturas teóricas, analíticas y propositivas, participan de esa crisis.

La definición y jerarquización de los problemas, la propuesta de interpretaciones con sus remisiones a contextos históricos o conceptuales, la reconstrucción explicativa de procesos a través de lógicas que presentan los acontecimientos en su hipotética necesidad, delimitan los espacios donde la práctica política alcanza la mayor relevancia.

Un ejemplo de esto es el debate acerca de la centralización o descentralización del poder en el estado venezolano. Es una discusión que tiene ya varios años, y que nos permite vincular acontecimientos en una serie, cuya clave de interpretación pretendemos explicitar y razonar.

Pudiéramos remontarnos a los primeros momentos de la génesis del estado venezolano, es decir, desde la Primera República, cuando el mantuanaje caraqueño reprodujo el esquema federal norteamericano, al parecer de críticos como el propio Simón Bolívar, quien siempre consideró esto un grave error.

Pero eso rebasa nuestra intención actual. Nuestro punto de partida será más bien la formación de la COPRE en 1984, cuando, con su fundación misma, los sectores dirigentes del país reconocieron la existencia y profundización de una grave crisis política.

Pero hay que colocar esto en un marco conceptual del estado, como objeto de conocimiento que construiremos a propósito de varios objetos de observación (serie de acontecimientos que dibujan un proceso social).


2.-El estado:

El estado es resultado, y profundiza a su vez, la división social del trabajo.

El trabajo no sólo produce las condiciones materiales de la vida humana, sino las relaciones donde el hombre mismo se constituye como tal.

La práctica política produce relaciones sociales específicas: relaciones de poder.

Por un lado, las de dominación y de resistencia;

por el otro, las de amistad (alianza) o de enemistad (lucha).

Por eso la iniciativa de la acción, la producción de nuevas relaciones sociales, también se incluyen en la práctica política. Ella produce dirigentes y dirigidos, por una parte, y aliados o adversarios, por la otra.

Las relaciones políticas resultan de las otras relaciones sociales (en la producción material y semiótica); son su condensación. Foucault explica esa condensación en las formas jurídicas, de acuerdo a las cuales se dirimen las disputas entre individuos, grupos y hasta naciones.

Simplificando, podríamos decir que las relaciones de poder se resuelven en las formas ritualizadas de la guerra (las pruebas, las ordalías, los duelos) o en los juicios de un mediador estatal, un representante del soberano o de la Iglesia, que ya ha acumulado la autoridad simbólica suficiente como para decidir y dictar sentencia.

Así, el estado se distingue de las relaciones inmediatas entre tribus, grupos o individuos, incorporando o capitalizando las formas y reglas culturales con las que resolvían sus conflictos.

Es precisamente, por la lucha de clases que surge el estado como diferenciación de un tipo específico de trabajo: la práctica política.

El estado se presenta como un poder que media y afronta, desde afuera y desde arriba, la lucha de clases, para evitar que éstas se destruyan entre sí.

Como señala Pierre Clastres: es necesaria la dominación política para que haya explotación de clase, es decir, la lucha de la clase explotadora.

Siendo las relaciones de clase en una formación social, relaciones de explotación, la resistencia y la lucha de las clases explotadas sólo se estabilizan y superan, si hay una práctica política que haga de unos los dominantes, y de otros los dominados.

El estado es una profundización de la división social del trabajo, necesaria porque las otras relaciones sociales (de producción material, etc.) requieren del efecto de la práctica política para producirse y reproducirse.

En este sentido, se aplica la definición marxista del estado como aparato de dominación de clase, con sus variantes represivas e ideológicas.

Un estado puede caracterizarse como burgués si hace valer la concentración de poder lograda para instaurar, defender y sostener las relaciones sociales capitalistas.

En primer lugar, el control territorial. El estado burgués, al establecer un control unificado sobre un territorio, también crea las condiciones para la creación de un mercado nacional propicio al crecimiento del capitalismo.

En segundo lugar, el estado, al adquirir su propio capital simbólico o de autoridad, expropiándolo de las relaciones inmediatas, logra una autonomía relativa respecto a las relaciones sociales de producción material; o sea, de las relaciones de clase.

Esa autonomía se concreta en el derecho y las formas jurídicas que, al distinguir lo público de lo privado y respaldar el cumplimiento de los contratos, consolida las relaciones interindividuales como relaciones entre compradores y vendedores equivalentes, posibilitando la expansión de las relaciones sociales capitalistas.

Al mismo tiempo, permite el surgimiento de una nueva categorías social, la burocracia, que puede llegar a concebir intereses particulares, de casta, cuya proveniencia puede ser de clases sociales subordinadas “en ascenso” (las clases medias) que muchas veces asumen, con gran convicción y fervor, los intereses de las clases verdaderamente dominantes.

Pero éstas son sólo las lógicas más generales que explican al estado: división social del trabajo; distinción de la práctica política; condensación de las relaciones de poder presentes en las relaciones sociales; refuerzo, permanencia y reproducción de la dominación de clase; lucha de clases.

Para determinar las tendencias específicas de la formación del estado, hay que comprenderlas en el marco de un proceso de concentración y distribución de poder que, a su vez, signa a todas las relaciones que se establecen en los diversos campos sociales donde se disputan ciertos valores o (para decirlo con Bourdieu) capitales.

Dice Pierre Bourdieu:

El Estado es el resultado de un proceso de concentración de diferentes especies de capital, capital de fuerza física o de instrumentos de coerción (ejército, policía), capital económico, capital cultural o, mejor, informacional, capital simbólico, concentración que, en tanto tal, constituye al Estado en detentor de una suerte de meta-capital que da poder sobre las otras especies de capital y sobre sus detentores.

La concentración de diferentes especies de capital (que va a la par de la construcción de los diferentes campos correspondientes) conduce, en efecto, a la emergencia de un capital específico, propiamente estatal, que permite al Estado ejercer un poder sobre los diferentes campos y sobre las diferentes especies particulares de capital y, en particular, sobre la tasa de cambio entre ellas (y al mismo tiempo, sobre las relaciones de fuerza entre sus detentores).

Se sigue que la construcción del Estado va de la mano de la construcción del campo del poder entendido como el espacio de juego en el interior del cual los detentores de capital (de diferentes especies) luchan especialmente por el poder del Estado, es decir sobre el capital estatal que da poder sobre las diferentes especies de capital y sobre su reproducción (a través, principalmente, de la institución escolar).

Hay aquí, por una parte, una génesis del estado, pero también una totalización del campo del poder, donde se materializa y funciona en toda su especificidad unificadora y mediadora de y entre los demás campos sociales.

De ello se desprende que el campo social de poder establece relaciones de equivalencia o intercambio entre el capital económico, la disposición de fuerza armada (humana y técnica), la autoridad y la legitimidad, la información y el conocimiento, la producción y divulgación de las significaciones y los valores prácticos.

El poder es todos y cada uno de esos tipos de capital, pero trasciende a todos y cada uno al mismo tiempo. Es siempre algo más que su agregación: es el complejo de sus tensiones dinámicas, su totalización y sistematización.

Es por efecto de la formación del campo de poder, que los estados se condensan como complejos institucionales que concentran el uso legítimo de la fuerza sobre los habitantes de un territorio, como reza la clásica definición weberiana.

En ese sentido, se coordinan solidaria e interactivamente las categorías de Soberanía, Nación, Pueblo y Estado (Negri) como entidades trans-subjetivas que, a su vez, delimitan las formaciones socioeconómicas.

Desde el exterior, los equilibrios estratégicos inestables y las guerras entre estados, contribuyeron a su institucionalización, fortalecimiento y estructuración, en el caso de los que lograron hacerse pares en poder.

Las relaciones internacionales constituyen también un campo de poder, donde se valoran capitales tales como la ubicación geográfica (ventajas de comunicación, acceso o defensas militares naturales), la disposición de riquezas naturales (suelo y subsuelo) y la extensión.

Tan importantes son estos aspectos geográficos, que los intelectuales de los imperialismos europeos, concibieron toda una ciencia, la geopolítica, en la cual desarrollaron teorías que justificaban las prácticas políticas de dominio con supuestos “determinantes geográficos”.

Los estados surgidos de una primera descolonización (como el venezolano), entran en las relaciones valorizadoras del campo de poder internacional en calidad de subordinados que buscan llegar a ser pares (insurgencia).

Formal y jurídicamente lo son, pero a través de relaciones de fuerza militares, políticas y económicas, se subordinan y caen en el campo de un imperio (o imperialismo).

Hacia lo interno, también contribuye a la formación del estado la relativa estabilización de la lucha de clases, luego de derrotas populares y pactos entre pares dominantes.

Lo político, en este sentido, delimita el complejo institucional estatal; es el aspecto de la práctica política que produce, a unos como dominadores, y a otros como dominados; mientras que la política se refiere a la práctica especializada en disputar, controlar y manipular ese aparato especial de dominación, lo cual remite a la pugna estratégica entre los pares (amigos y enemigos).

Lo político produce la sujeción y la normalización, es decir, lo policial y lo jurídico.

La política define el espacio público, los recursos y marcos institucionales, la hegemonía, las estrategias, las alianzas y los antagonismos.

Los regímenes políticos, lo que la tradición del pensamiento tematizaba como formas de estado (monarquía, aristocracia, democracia, y sus degeneraciones despotismo, oligarquía y demagogia), son configuraciones de lo político que delimitan la política, en tanto luchas de clase.

Las lógicas de la política vienen dadas por las estrategias de acrecentamiento de poder de cada detentor de algún capital convertible en el campo estatal.

La disposición de las armas o el dinero, la autoridad legal o simbólica en general, no acrecientan poder por sí solos, sino en relación a los demás y al complejo institucional del estado que va acotando un número limitado de opciones de acción, que cristaliza cierta correlación de fuerzas, por lo que la lucha de algunos subordinados por devenir pares irrumpe contra los órdenes institucionales. A estos casos los llamamos revoluciones.

Los Poderes Públicos son resultado de las relaciones conflictivas entre los detentores de los capitales convertibles en poder. Las distinciones del Poder estatal en un esquema tripartito de “pesos y contrapesos” (elogiadas por Montesquieu), tienen su origen histórico en acuerdos estratégicos entre las aristocracias y el monarca luego de una cruenta guerra civil.

El esquema de separación de poderes formaliza los mecanismos de repartición del poder entre los participantes del campo social de poder.

Las formas republicanas y electorales son marca de la irrupción de las masas populares como otro detentor más de capital simbólico o específicamente político.

Indican un nivel de la lucha de clases, en el cual se reconoce formalmente la soberanía popular, pero los actores reales de la política son los detentores de los distintos tipos de capital que se invierten, intercambian y destruyen en el campo del poder.

El proyecto de democracia burguesa, por un lado, institucionaliza la paridad política de los propietarios (la burguesía en su conjunto), pero, por otra parte, lo hace a costa de acumular un capital simbólico basado en la ideología de la igualdad formal legal.

Así logró la burguesía históricamente la hegemonía sobre sus opuestos de clase e instituyó una legitimidad específica. Pero ello siembra un conflicto crónico entre la política de subordinar a las clases populares y, al mismo tiempo, hacerlas pares en el “juego democrático”.

Es por ello que toda la historia de la democracia burguesa (representativa) ha sido un forcejeo entre ambos aspectos de la política.

La última expresión de esta problemática gira en torno al concepto de “gobernabilidad”.


3.- Gobernabilidad y COPRE como síntomas de crisis:

En Venezuela, la creación de la COPRE en 1984 y todo el debate que la acompañó, fueron síntomas de la conciencia de los intelectuales orgánicos de la burguesía, acerca de la inminencia de la grave crisis política que observaban en plena agudización.

Para nosotros, una crisis política es una crisis orgánica, en el sentido de la pérdida de la hegemonía (dirección intelectual, cultural e ideológica) de los partidos burgueses sobre las masas. Pero también, una situación dual, en la cual, por una parte, se rompen los acuerdos logrados en la distribución del poder entre los pares, los diferentes agentes y detentores de distintos tipos de capital, lo cual facilita, por otro lado, la conversión de la resistencia de los dominados en insurgencia para luchar por el reconocimiento como pares políticos, adversarios o eventuales aliados.

Para esos intelectuales orgánicos de la burguesía (Luís Esteban Rey, Bruni Celli, Janeth Kelly, etc.), la crisis en puerta era de gobernabilidad, y ésta, a su vez, se debía a disfunciones de un sistema político caracterizado como de “conciliación de élites”.

Éste había surgido como todo un entramado de pactos y acuerdos, no sólo entre los tres partidos políticos incluidos en Punto Fijo, sino entre instituciones y representantes de fuerzas sociales fácticas, tales como los empresarios, el sindicalismo, la Iglesia, las Fuerzas Armadas; es decir, detentores de diversos tipos de capital convertibles en el campo de poder.

Este “sistema de conciliación de élites” era también un sistema de exclusión de la izquierda y el movimiento popular adscrito a ella. Luego, con la expulsión de la Cuba revolucionaria de la OEA, la exclusión adquirió sus dimensiones internacionales.

En el Pacto no se mencionaba explícitamente al gobierno o al poderío norteamericano, pero también estaba allí a la manera de un determinante “hemisférico” en el marco de la Guerra Fría.

La polarización que determinaba ésta, llevaba a asimilar toda democracia con la representativa, y ésta a su vez, con el modelo norteamericano.

Entre estos actores participantes del pacto que delimitaba el campo de poder, la política permitida por lo político, se distribuía la renta petrolera, y las pugnas y los acuerdos que se conseguían tenían una relación clara con esa distribución de recursos que el estado disponía en virtud de su propiedad sobre los bienes del subsuelo, tradición jurídica que viene desde la colonia, y que muchos intelectuales burgueses plantearon dejar atrás sin éxito.

La crisis que se avizoraba aparecía a los ojos de los intelectuales burgueses, como oscilaciones disfuncionales del sistema de conciliación de élites. Éste se debatía, según Bruni-Celli y Rey, entre dos tendencias: una, “desarrollista”, concentrada en el logro del crecimiento puramente económico del país; la otra, “populista”, que derivaba hacia el reparto indiscriminado de la renta petrolera.

Ambas “desviaciones” llevaban a la “ingobernabilidad”, bien porque la inclinación desarrollista dejaba fuera a los sectores populares y provocaba “déficits de legitimidad” por la exclusión, bien porque la versión “populista” descuidaba el logro de la “eficiencia” de la sociedad venezolana, aparte de provocar un incremento desmedido de las demandas populares, lo cual, a su vez, según las corrientes politológicas de los ochenta, “recalentaba” la democracia y contribuía a su desestabilización.

En todas las variadas definiciones del concepto de gobernabilidad, aparecen como constantes esos dos aspectos de lo político:

por una parte, la cuestión de la eficacia y la efectividad de la gestión pública y,

por el otro, el problema de la legitimidad y el consenso político.

En ese contexto, la estabilidad política sólo aparecía como resultado de la gobernabilidad.

Ésta, a su vez, adquirió importancia en la década de los ochenta en América Latina, a propósito de la estabilidad política posible en momentos de aplicación de políticas económicas de shock neoliberales.

A los dos aspectos de la gobernabilidad, correspondieron en la COPRE dos ejes de planteamientos acerca de la reforma del estado.

Uno, tendiente a la “democratización” del estado;

otro, que enfatiza la cuestión de la eficacia.

Pero también había una tercera línea de reforma que se coordinaba con las otras dos: la privatización de las empresas estatales, especialmente, PDVSA.

En términos generales, como explica Catalina Banko:

“Desde el punto de vista económico, era necesario disminuir la intervención estatal y restituir al mercado su papel como mecanismo fundamental para la asignación de los recursos y fortalecer al sector privado como agente dinámico de la economía. (…)

En otras palabras, se estaba visualizando el proceso a partir de una óptica que privilegiaba la liberalización tanto de la gestión económica y social como de la estructura político-administrativa, tendencia que era interpretada desde una perspectiva de democratización de la sociedad” (BANKO, 2008: 168)

Esto evidencia que los empresarios, los detentores del capital económico, se proponían hacerse directamente del recurso económico estatal.

Esto implicaba una reducción relativa del poder de los burócratas del estado, de los partidos políticos, que habían sido hasta ese momento, los grandes administradores en la concentración y distribución del poder.

Pero también se puede observar el ataque de la derecha al “populismo” y el “clientelismo político”, lo cual no era otra cosa que el uso de los recursos económicos del estado en la confirmación de la hegemonía política de los partidos sobre las masas.

Por otra parte, las propuestas de la COPRE de democratización atendieron también al sistema electoral, y especialmente a la “modernización” de los partidos políticos buscando fortalecer su legitimación mediante mecanismos tales como las primarias.

La deslegitimación de los partidos políticos dominantes (AD, COPEI) ya venía siendo alimentada por un sector de los propietarios de los medios de comunicación, desde finales de los setenta, articulando un discurso anti-partido que buscaba recoger demandas democratizadoras de variados sectores sociales. Los propietarios de las televisoras comenzaron a actuar cobrando su disposición de los medios de producción de opinión pública, contribuyendo a una reestructuración del espacio público, imponiendo su agenda, su gramática y, en parte, su programa de rasgos neoliberales.

Esta irrupción de los propietarios de los medios, para valorizar mejor en términos de poder su disposición económica y mediática, fue considerado por los dirigentes de los partidos políticos, principales beneficiarios hasta entonces del campo de poder, como la expresión de unas aspiraciones inaceptables.

Esta disputa se complica cuando AD decide dejar en suspenso el “Pacto Institucional” con COPEI, pasándole una factura a una política análoga del anterior presidente Luís Herrera. La conformación de la directiva y las comisiones del Parlamento, el nombramiento de los jueces, la distribución de los recursos; pero además la política económica de “enfriamiento de la economía”, que incluía la liberación de los precios, había roto con las formas y el funcionamiento del Pacto. Luego, cuando desde el punto de vista económico, era necesario disminuir la intervención estatal y restituir al mercado su papel como mecanismo fundamental para la asignación de los recursos y fortalecer al sector privado como agente dinámico de la economía.

(…) En otras palabras, se estaba visualizando el proceso a partir de una óptica que privilegiaba la liberalización tanto de la gestión económica y social como de la estructura político-administrativa, tendencia que era interpretada desde una perspectiva de democratización de la sociedad”do se produce el “Viernes Negro”, las pérdidas políticas fueron achacadas únicamente al COPEI herrerista, determinando la agudización a lo interno mismo de ese partido. AD no estaba en mejores condiciones, pero logró un status interno que articuló las demandas de los sindicalistas con fracciones de la anterior tendencia perecista.

En ese contexto el tema de la descentralización se presentó, a la vez, como uno de los aspectos de democratización y de incremento de eficiencia estatal. Daba respuesta a una gestión más expedita de las demandas sociales, al mismo tiempo, que “acercaba las decisiones a la gente” fortaleciendo su respaldo político. Se trataba, como lo enunció una vez Ricardo Combellas (1996) de una reforma de estado de inspiración “tocquevilliana”: de abajo hacia arriba.

Aun así, los proponentes reconocían, no sólo que la reforma venía dada “de arriba hacia abajo”, sino que había ciertos “riesgos” de la descentralización: en primer lugar, que se reprodujera la centralización política, esta vez a nivel de gobernaciones y alcaldes; en segundo lugar, que se repitieran fenómenos nefastos como la corrupción y el sectarismo grupal.

También advertían como debilidad que la descentralización “no se había sembrado” en la cultura política venezolana, con lo que indicaban las muchas resistencias que sus visiones producían entre las élites gobernantes.

Hay detalles curiosos en el proceso político que rodeó a este último intento de reforma del estado burgués desde las propuestas de sus intelectuales orgánicos. Cabe resaltar lo que llamaremos el “carácter trágico” de esa intelectualidad burguesa. Me refiero a su impotencia, evidenciada por sus constantes quejas y lamentos por que no lograban convencer a sus jefes y operadores políticos, de la necesidad de profundizar en esas reformas.

Se podría comentar que la estrategia diseñada para lograr los cambios, el logro de consensos entre jefes partidistas, candidatos presidenciales, representantes oficiales del empresariado, sindicalismo e Iglesia, implicaba la lentitud y la dificultad de acuerdos y de voluntad política en aquellos agentes que lo eran justamente por el sistema político que se trataba de cambiar. Además, se evidenció una profunda desconfianza de esa dirigencia política hacia sus propios intelectuales. Es proverbial en este sentido la frase de Gonzalo Barrios de que los venezolanos “no somos suizos”.

Justo el gobierno que crea la COPRE, el de Jaime Lusinchi, es el que intensifica como nunca la tendencia centralizadora del estado venezolano. El supuestamente novedoso “Pacto Social” que se presentaba como la realización de todas las reflexiones de renovación del sistema de conciliación de élites, sólo llegó a la concentración de las decisiones estratégicas en la reunión de los representantes oficiales de las cúpulas empresarial, sindical y gubernamental, lo cual, de paso, también reflejaba la recomposición de las tendencias al interior del partido AD.

Los Secretarios Regionales del partido de gobierno fueron designados gobernadores de estado, lo que agudizaba la integración de los recursos de poder del estado con los del Partido. Esto se profundizaba con la denunciada (por los medios) apropiación de los espacios de la sociedad civil por la organización partidista.

Mientras tanto, se puso en suspenso el pacto institucional entre AD y COPEI, que regía las designaciones de la directiva del parlamento y la cúpula del Poder Judicial. Esto se veía en la superficie.

En lo profundo de la vida social y política, se intensificaba la represión contra la protesta popular (por ejemplo, la universitaria), se intervenía violentamente en eventos electorales de base, sindicatos e incluso organismos estudiantiles. El gobierno sometía a extorsión, por el control de las divisas para comprar papel y los anuncios, a las empresas comunicacionales.

En términos generales, los cogollos se resistieron a los cambios, mientras se evidenciaba la desesperación de los intelectuales burgueses. El plan de éstos era que la elección directa de gobernadores y alcaldes produjera la emergencia de una nueva dirigencia que a su vez, fortaleciera y alimentara el proceso de reforma gracias a la cual habían irrumpido al espacio público. Eran esperanzas de “cambio auto-sostenido”.

Lo trágico fue que esas elecciones estadales y municipales, en 1989, que al fin materializaban el proceso de reforma, sólo se produjeron luego de la explosión del 27 de febrero y la profundización de la grave crisis económica, social y política.

Esto fue visto por los mismos intelectuales burgueses como confirmación de sus análisis, y argumentaron que la descentralización había dado mayor estabilidad a la democracia al permitir un “refrescamiento” de los elencos políticos.

Pero ellos mismos, después de 1992, en 1996 y 1997, en el marco de varios eventos de discusión académico-políticos, reconocían que se estaban reproduciendo los mismos vicios de corrupción, grupalismo, exclusión, ineficacia e ineficiencia, del centralismo. Y lo peor: la descentralización no había logrado detener la crisis orgánica politica.

De hecho, en algunos estados surgieron nuevos actores políticos que ponían en crisis la dirección política de los partidos del Pacto. Por ejemplo, Salas Romer en Carabobo y Tablante en Aragua. Esto le daba la razón a los dirigentes de los “cogollos” que advertían las nefastas, para ellos, consecuencias de la descentralización.

Por eso, cuando en 1998 se evidencia el derrumbe de todo el sistema político, los intelectuales burgueses hicieron los últimos intentos de salvar algo. Brewer Carías trató de darle vida a la idea, apenas esbozada, de una reforma constitucional, que la COPRE había movilizado, incluso promoviendo “acuerdos” y “pactos” con los mismos actores políticos conservadores. Incluso el presidente Caldera insinuó un proyecto de nueva constitución que tampoco avanzó.

Al percatarse del crecimiento ya irreversible de la candidatura de Chávez, con su propuesta de constituyente, Brewer, como representante de esa intelectualidad, llegó a proponer que en las mismas elecciones se votara la convocatoria de la Asamblea Constituyente; pero la angustia reformista se consiguió con los mismos obstáculos que habían determinado, a la vez, la frustración de un nuevo aire al sistema de conciliación de élites, y la caída de toda una clase política, en consecuencia.

En el discurso de Rafael Caldera el 4 de febrero de 1992, se explicita el ruinoso estado del Pacto para ese momento de evidencia crítica. Nadie había cumplido “con su parte”. Los políticos quisieron hacer negocios y hacerse empresarios privatizando los recursos públicos con la corrupción; los militares comenzaron a hacer política; los políticos dejaron de representar las demandas populares determinando su pasividad ante un intento golpista. Los militares y empresarios pretendían hacerse directamente del Poder.

No se trata de una fatalidad histórica dictada desde aquella fecha. En todo caso, todavía los dirigentes del bipartidismo podían hacer varias maniobras y cambios para conservar su hegemonía de conjunto, sacrificando algunas de sus expresiones más irritantes. Esos sacrificios sólo los hicieron cuando era ya demasiado tarde. Abandonaron a sus candidatos presidenciales justo la última semana de la campaña electoral, para apoyar el espejismo de Salas Romer. Ya sabemos el desenlace.


4.- La República Bolivariana de Venezuela:

Pudiéramos, en términos muy generales, caracterizar las etapas políticas del proceso venezolano, de la siguiente manera:

1) crisis y desplazamiento del sistema de conciliación de élites (IV República) 1993- 1998; 2) Proceso constituyente (1998-2000) 3) Consolidación del nuevo poder chavista (2001) 4) Intentos de reinstauración- contrarrevolución – confirmación del chavismo (2001-2003) 5) Fase de redefinición antiimperialista y socialista (2004-2006) 6) Los cinco motores (a partir de 2007). 7) La Reforma derrotada, continuada con la enmienda lograda. La reforma fue implementada, en sus aspectos fundamentales atinentes a la distribución del poder, indirectamente a través de la nueva Habilitante y las iniciativas legislativas actuales.

Sobre la primera etapa, ya hemos discurrido suficiente para el objeto del presente texto. No es asunto nuestro tampoco de abundar aquí en los detalles de cada momento táctico y estratégico. Sólo cabría destacar que, a cada momento del proceso, correspondió una composición diferente de las demandas sociopolíticas que articuló el discurso chavista, y por tanto, su sentido y amplitud de clase.

Todavía la reivindicación política del desplazamiento de AD y COPEI podía reunir, en 1998 y hasta 2001, incluso a sectores burgueses tales como los propietarios de los principales medios de comunicación, que venían, desde hacía años, precisamente, socavando sistemáticamente la hegemonía adecopeyana.

De hecho, muchos de los principales dirigentes del chavismo de los primeros dos años de Chávez (Miquilena, Peña), estuvieron comprometidos con esos sectores. Fueron hasta constituyentes en la ANC, y desde esa posición, mantuvieron muchas normas aceptables para la burguesía.

La ruptura con esa amplia alianza comienza, como se sabe, con la primera Ley Habilitante y las actitudes del presidente de no dejarse “envolver” por las seducciones de los factores de poder mediáticos y burgueses en general.

Fue entonces que, rápidamente, se conforma una alianza opositora cuya hegemonía fue asumida por los dueños de los medios televisivos, pero incluyendo como operadores a la cúpula empresarial y sindical, la Iglesia Católica y algunos de los “intelectuales trágicos”.

Esta alianza logró movilizar como fuerza de choque a las masas de las clases medias profesionales, a las que se les atemorizó con la amenaza “comunista” o “totalitaria”, además de explotar los prejuicios clasistas y hasta racistas.

Pero, ya desde la Asamblea Constituyente, se conformaron las líneas principales de la oposición. Consideremos, a título de inventario, las observaciones críticas de Allan Brewer Carías a la Constitución de 1999. Para él, emblema de los intelectuales orgánicos de la burguesía (se le atribuye la redacción del decreto de auto-coronación de Carmona Estanga), se trataba de una constitución “estatista” y “garantista”, que creaba más obligaciones al estado de las que podía cumplir.

Lo de estatista era un escándalo para un grupo de intelectuales que había pujado durante años por la reducción estatal en perspectivas neoliberales. Además, señalaba una tendencia presidencialista muy fuerte y la creación de privilegios jurídicos a una casta militar, que aparecía entonces como la nueva “capa dirigente”.

En relación al tema de la descentralización, Brewer advertía que se continuaban con los logros de la COPRE en cuanto al reconocimiento del carácter federal y descentralizado del estado y la elección directa de alcaldes y gobernadores (artículo 158); pero ello contrastaba con la eliminación de la cámara del Senado del parlamento (llamado ahora Asamblea Nacional), lo cual equivalía a desaparecer una representación equitativa territorial de los estados y, por tanto, contribuía a reforzar la centralización.

En su análisis, Brewer, como otros analistas, tenían que reconocer la incorporación de instituciones de democracia participativa, como los referenda revocatorios, aprobatorios, y las iniciativas ciudadanas, aspectos ya considerados anteriormente en algunas propuestas de la fallida COPRE. Por lo demás, algunas de estas figuras habían sido incorporadas en las reformas constitucionales de otros países (Colombia).

Otros intelectuales de la oposición han advertido acerca de la tendencia abiertamente centralizadora del gobierno bolivariano, que además conducen a una mayor concentración del poder en manos del Primer Magistrado, que se aplican incluso al margen de las instituciones formales preexistentes.

Anotan en este sentido, las amenazas repetidas del presidente Chávez de reducir las asignaciones otorgadas a alcaldías y gobernaciones en manos de la oposición; la tendencia a la baja en la participación de los ingresos de los estados y municipios, del 29% del presupuesto nacional en 1998, luego 21% en 2004, 19% en 2005 y 17% en 2006 (ver Ob. Cit., Banko: 173); la construcción de un sistema de concentración de recursos destinados a programas sociales, desde el Plan Bolívar 2000, hasta los más recientes FONDEN, las fundaciones que respaldan varias de las misiones.

También llama la atención a la crítica, la formulada estrategia de “descentralización desconcentrada” para la ocupación del territorio, presente en el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2007, que centraría el esfuerzo en “el establecimiento de ejes de desconcentración, localizados en occidente, oriente y Orinoco-Apure, conformando regiones programas con recursos provenientes del Ministerio de Planificación y Desarrollo” (BANKO, Ob. Cit.: 173). Según ese plan, se reactivarían las corporaciones regionales de desarrollo al estilo de los sesenta.


5.- La Reforma constitucional

Con la propuesta de la reforma constitucional en 2007, uno de los “Cinco Motores” que acelerarían el proceso hacia el socialismo, el proceso venezolano entra a una nueva fase. Desde 1999, nos habíamos movido con una constitución que mantenía los mismos mecanismos de una democracia representativa, aunque incorporando instituciones de democracia participativa que, por lo demás, ya habían sido admitidas en reformas constitucionales en otros países latinoamericanos (Colombia, México).

Junto a la reforma constitucional, se propuso como otro “Motor”, una nueva Ley Habilitante que diera precisión al cambio en la constitución, la “Explosión del Poder Comunal” centrada en el impulso de los Consejos Comunales, el motor “Moral y Luces” que perseguía un adoctrinamiento político acelerado en las bases populares.

El cuarto “motor” de la revolución, fue denominado “nueva geometría del poder”, que atañe directamente con una nueva visión acerca de la división político-territorial del país, las relaciones entre el Poder Nacional y los poderes estadales y municipales, así como el rol del Ejecutivo.

Hay dos puntos que se deben resaltar aquí. Uno, es que ya en la constitución de 1999 se preveía la formación de nuevas figuras de la descentralización. En el artículo 184 se preveía la creación legal de “mecanismos abiertos y flexibles para que los estados y los municipios descentralicen y transfieran a las comunidades y grupos vecinales organizados los servicios que éstos gestionen previa demostración de su capacidad (…)”.

En la discusión que se hizo en la Asamblea Nacional Constituyente acerca de esta norma, de fecha 2 de noviembre de 1999, los constituyentes David Figueroa, Andrés Levy y Aristóbulo Istúriz se refirieron a la necesidad de desarrollar la previsión de nuevas figuras de la descentralización que llevara hasta las comunidades (se hablaba de vecindades, incluso) múltiples atribuciones: administración de algunos servicios, licitación y ejecución de obras, etc. De modo que este nuevo “Poder Popular” o Comunal pudiera entenderse como una reforma resultado de un desarrollo en la discusión acerca de la descentralización, en la línea de la COPRE.

Pues bien, fue en el citado artículo constitucional que se han fundamentado lasdistintas versiones de la Ley de Consejos Comunales, organismos que se han presentado, en el discurso oficial, como la semilla del “Poder Popular” que, por ahora, sólo da nombre a los ministerios. De modo que estamos en presencia de una yuxtaposición de dos problemáticas distintas, que evidencian dos enfoques radicalmente diversos de la descentralización.

Otro aspecto polémico es el hecho de que con la reforma, el Poder Popular se estatiza.

Esto ha ocasionado cierto debate porque hay posturas (por ejemplo, Roland Denis y José Roberto Duque) que entienden el Poder Popular más bien como un contra-poder al estado.

Según esta lógica argumentativa, si es un contra-poder, no puede ser parte del poder estatal.

Ello traería como consecuencia el control estatal (del gobierno, más específicamente) sobre el Pueblo Soberano, en lo cual se abre la puerta a alguna forma de totalitarismo, como afirma la oposición.

En esas críticas, se confunden varios planos conceptuales. Por una parte, en otros artículos de la constitución se garantizan todas las libertades democráticas: de expresión, de organización, de asociación política, pluralidad política, etc.

En la reforma propuesta, incluso se plantea el financiamiento estatal para las asociaciones políticas en el caso de elecciones. De modo que la institución del Poder Popular-comunal no está en contradicción con una presunta autonomía o independencia de criterios entre los ciudadanos organizados y el gobierno.

Por otra parte, esas posturas críticas confunden el Poder Constituyente y el propuesto Poder Popular-Comunal. Y al confundirlas, caen en posturas cercanas a las anarquistas; es decir, enemigas por principio de todo estado y toda autoridad.

Por supuesto, no nos chupamos ese dedo, y el registro de los Consejos Comunales en organismos del Poder Ejecutivo puede verse como una forma de control vertical.

Pero ¿por qué no verlo también al revés? Es decir, como manera de maximizar la gestión ejecutiva, investir de poder ejecutivo a las comunidades. Esto puede dar pie a realidades nuevas de distribución de poder en las cuales el control arriba-abajo sea recíproco, aunque no fácil, claro.

Hay que ver los riesgos, pero también las posibilidades. Una visión que entienda esta institucionalización del Poder Comunal, el poder inmediato de los ciudadanos en la gestión de los recursos públicos, en la producción de normas y en la toma de decisiones (capital simbólico-legítimo), se puede ver como una reestructuración del campo de poder en el sentido de su amplificación, por la vía de la incorporación de las comunidades entre los pares de la política.

Algunos han criticado la ambigüedad en que ha permanecido la definición del socialismo del siglo XXI. Pienso que no siempre la precisión y la univocidad son buenas, especialmente en cuestiones políticas. Es diferente en los asuntos penales y administrativos.

Por supuesto, siempre hay el riesgo de la discrecionalidad del funcionario, que desde los antiguos, se ha criticado. Pero creo que con el “socialismo” de la reforma propuesta, convienía cierta imprecisión.

Efectivamente, en distintos artículos propuestos aparece, o bien el sustantivo, o bien el adjetivo “socialista”, para calificar la economía, organizaciones, políticas, etc.

La oposición vio en esto una imposición, una jugarreta para evitar la realización de una constituyente e irse por el camino expedito de la reforma.

De hecho no sólo algunos intelectuales burgueses propusieron la convocatoria de una nueva Constituyente; sino incluso algunos del lado revolucionario.

La introducción del sustantivo “socialismo” y del calificativo “socialista” en la propuesta de reforma, así como la amplitud de la reforma (69 artículos a modificar) iba más allá de lo que la misma Constitución del 99 delimita con la figura de la reforma:

“La reforma constitucional tiene por objeto una revisión parcial de esta constitución y la sustitución de una o varias de sus normas que no modifiquen la estructura y principios fundamentales del texto constitucional” (artículo 342 de la CRBV).

Esto justificaba la convocatoria de una Asamblea Constituyente más participativa y activadora de la cultura política en general de la ciudadanía.

El proceso de elaboración de la propuesta misma no fue un ejemplo de consulta y discusión.

La Asamblea Nacional modificó el planteamiento presidencial, en principio mucho más sencillo, y lo sometió a un supuesto “parlamentarismo de calle” que no fueron espacios de discusión y debate, sino de propaganda y agitación.

En los batallones del PSUV el ambiente general fue de exigencia de “compromiso” a la militancia, despachándose discusiones problemáticas “para otro momento”.

Todo esto, sumado al error de desmantelar justo en ese momento, el aparato político hasta entonces disponible (el MVR), la incapacidad de responder a una sistemática campaña opositora que explotó todos los motivos del temor anticomunista (la recordada cuña de la carnicería), la no presencia del presidente en la campaña misma, evidenciando una excesiva confianza en su liderazgo, la acumulación no procesada de un creciente malestar hacia la gestión del gobierno, llevó a los resultados ya conocidos en el referendum.

Por otro lado, me parece que la manera de plantear la reforma constitucional, obligó a dos cosas, que tal vez no fueron advertidas a tiempo:

primero, a tener que conciliar la noción de socialismo con las libertades y derechos consagrados con la parte que queda intacta de la constitución;

segundo, a desplazar definiciones más ajustadas de socialismo a otras coyunturas políticas del futuro, cuando se legislara en consecuencia de las reformas constitucionales hipotéticamente aprobadas.

De todos modos, la discusión doctrinaria, de proyecto, acerca del socialismo del siglo XXI, volvía a plantearse con urgencia no reconocida.

Por lo demás, el escenario de una Asamblea Nacional Constituyente habría podido significar más riesgos para la oposición, puesto que el chavismo igual habría conseguido la mayoría y le habría dado al presidente Chávez la vía de revisar las garantías democráticas del conjunto de la constitución que no fueron tocadas en la propuesta refrendaria.

Pero esa es una discusión táctica que deja mucho a las especulaciones sobre escenarios posibles, etc.

En todo caso, lo que quiero subrayar es que incorporar el adjetivo “socialista” en estas condiciones de reforma, implica, a la vez, una definición implícita y una ambigüedad políticamente conveniente para todos los contendores políticos.

Lo primero tiene que ver con lo que ya dijimos: que “socialismo” en el contexto de la constitución venezolana comprende lo que ya está allí, en esa constitución (es decir, pluralismo político, derechos democráticos, garantías, etc.), incluso, con todas sus implicaciones filosóficas que, en este caso, aluden a la modernidad política común de los actores en lucha, incluso al republicanismo y liberalismo tradicional moderno.

La ambigüedad lleva a una noción “nominalista” del socialismo.

Es decir, socialismo ya no sería un concepto preciso en el contexto de una teoría ya hecha (digamos, el marxismo-leninismo), sino el nombre del conjunto específico de instituciones, prácticas, políticas, etc., previstas y establecidas literalmente en la constitución.

Una concepción “nominalista” elude una definición por comprensión del socialismo, llevándola a una delimitación “por extensión” de las cosas incluidas en esa palabra que deviene etiqueta.

Esto establece un juego de posibilidades teóricas y políticas muy interesantes.

Se instaura el juego de la lucha por las significaciones del socialismo, las buenas y las malas, unas más precisas que otras, etc.

En todo caso, un “socialismo” en construcción.

Por lo demás, esa ambigüedad del término socialismo tiene otros referentes.

En primer lugar, la tan comentada variedad de socialismos que históricamente han existido, desde el socialismo soviético que, de paso, varió bastante durante las siete décadas y pico que existió, el socialismo chino, el yugoslavo, el cubano; para no hablar de las variedades socialdemócratas europeas. Socialismo no se reduce a stalinismo, ni a maoísmo.

Por lo demás, como se sabe, hay decenas de variaciones del marxismo, desde el leninismo, hasta aquél que asume la teología de la liberación cristiana desde la década de los sesenta.

En segundo lugar, en diversos discursos, los voceros oficiales han resaltado dos aspectos que tornan peculiar el socialismo que el chavismo pretende impulsar.

Uno, es el énfasis en el aspecto moral y ético, especialmente la insistencia en el valor de la solidaridad cercano al concepto tradicional cristiano de la caridad.

Segundo, la vinculación, ciertamente peculiar, del socialismo con el pensamiento bolivariano que, tomado en serio, y en clave hermenéutica, pudiéramos entender como la exaltación del patriotismo, el fomento de lo que los filósofos políticos clásicos llamaban una “religión laica” de la nación.

Estas dos notas, bastante claras en el discurso chavista, bastan para distinguirlo del marxismo leninismo y hasta del marxismo en general.

Para Marx, Engels y Lenin, el socialismo designaba un período de transición entre el capitalismo, que era la última sociedad donde habría explotación de clases y lucha de clases, y el comunismo, cuando ya no habría explotación, ni clases ni (por cierto) estado, porque éste último, en la concepción marxista clásica, no era otra cosa que un aparato de dominación de clase.

El socialismo, como período de transición, ameritaba un estado en proceso de disolución que, por un lado, defendiera a la revolución de sus enemigos, evitara que las clases explotadoras restauraran su poder por la fuerza, y por otro lado, adelantara la construcción de la nueva sociedad, permitiera la más alta participación de la sociedad de trabajadores en la gestión de sus propias vidas.

Durante el siglo XX esta transición no se realizó por varios factores:

el más poderoso fue que la victoria de la primera revolución socialista en el país más atrasado de Europa, Rusia, planteó que la construcción del socialismo (primero en un solo país, después en un bloque de ellos) tendría que coexistir y competir con el capitalismo imperialista mundial, lo cual lo llevó a asumir la misma visión de desarrollo, de industrialización y de participación en el comercio internacional.

El estado, lejos de irse diluyendo en formas aplanadas de poder colectivo, tuvo que fortalecer su aparato policial, militar y burocrático para, en primer lugar, enfrentar la hostilidad de todos sus alrededores capitalistas, pero también para poder avanzar esforzadamente en la competencia económica y militar, reforzando las tendencias despóticas propias de todo estado.

Este mantenimiento de lo político y su campo de poder, estimuló la dominación hasta un punto en que se cumplió lo que advirtió Clastres: que las relaciones sociales de dominación, políticas, incentivan y hasta producen relaciones sociales de explotación.

De modo que la perspectiva marxista del socialismo como transición hacia una sociedad sin clases y sin estado, se fue diluyendo durante el siglo pasado.

De allí, las formas mixtas que obligadamente fueron adquiriendo los diversos proyectos socialistas que se intentaron durante todo el siglo XX.

Ello nos obliga a interpretar, ajustándolo a la experiencia histórica, las perspectivas de Marx, en el sentido de que el socialismo designa el largo período histórico en el cual el capitalismo a nivel mundial decae y se anuncia una nueva sociedad, la cual sólo se realiza en la medida en que sea global.

Esto, como es claro colegir, implica tal vez varios siglos.

El “socialismo bolivariano” no se concibe como transición hacia otra cosa.

Es más, pareciera que asumiera el modelo de economía mixta y hasta un reformismo que conserva instituciones enteras del modelo democrático formal clásico.

Lo que sí se prevé discursivamente es la integración política y económica de toda América Latina, como camino hacia la multipolaridad mundial, y el otorgamiento de más poder al pueblo para profundizar la idea democrática en un sentido participativo, que trasciende la tradicional representatividad.

La Asamblea Nacional se encargó de aclarar que la propuesta incluía la garantía de la propiedad privada en todos sus sentidos.

En todo caso, ese artículo 115 propuesto lo que hace es una enumeración un tanto desordenada de figuras de propiedad que denota una confusión entre apropiación, propiedad y gestión.

En ese contexto, nos parecen inadecuadas las definiciones de propiedad del estado (que sería, más bien, parte de la propiedad pública) y propiedad social (que sería también una variante de la propiedad pública, aquella cuya gestión es encomendada a grupos, comunidades, para su administración).

Para nosotros, hubiera sido más claro hablar de dos tipos esenciales de propiedad:

la pública y la privada, la combinación de ambas en la mixta, y detenerse en las formas de gestión participativas por las cuales se realice el concepto de propiedad pública como propiedad de todos los venezolanos, lo cual es equivalente a la propiedad social.

Creo que allí está la clave para la definición de un socialismo viable.

Pero esa discusión pudiera quedar para cuando se consideren las leyes relativas a esas definiciones constitucionales.

El artículo 112 hablaba de un modelo económico productivo intermedio, diversificado e independiente.

El 299 señala que el régimen socioeconómico se basa en principios socialistas, humanistas, de cooperación, de eficiencia, de protección del ambiente y de solidaridad para asegurar el desarrollo humano integral y una existencia digna y provechosa.

Nótese que el principio socialista no se asocia a definiciones de clase proletaria (como en el marxismo leninismo), sino más bien a valores morales-éticos, como el humanismo y la solidaridad. O principios generales modernos como la eficiencia y la protección del ambiente.

Por supuesto, del lado de los empresarios y las posiciones neoliberales se criticó que se ha ya sustituido la iniciativa privada como destinatario del estímulo del estado, y en su lugar se haya colocado un abigarrado conjunto de empresas de diversas formas de propiedad social junto a iniciativas privadas, todo ello subordinado al interés común o al nacional.

Pero es que, por otra parte, en Venezuela tradicionalmente la iniciativa de modernización económica o social ha partido del estado. La iniciativa estatal no es propia únicamente del socialismo clásico.

Los llamados “Tigres asiáticos”, que en los ochenta eran colocados como ejemplos de desarrollo, el mismo Japón, para no hablar de los proteccionismos europeos o norteamericanos, son también modelos de conducción estatal de la economía.

Por supuesto, la orientación general, se supone, que sea el bien común y solidario, y no el enriquecimiento privado.

Si ya hablamos de fracaso del neoliberalismo que, entre otras cosas, es el culto a la propiedad privada como clave del desarrollo, ya se entenderá mi postura en relación a las quejas de sectores empresariales y neoliberales sobre el tema.

Una definición mínima de socialismo coincide con la definición del Bien Común de Rousseau.

Y ésta última es la base filosófica de cualquier democracia moderna.

En cambio, la libertad liberal, es decir, la radical y absoluta separación entre el dominio privado y el público, entre el bien individual y el colectivo, no es necesariamente democrática.

Incluso, puedo mencionar ejemplos históricos en que ese concepto liberal es claramente antidemocrático, el más evidente, el de Pinochet en la Chile de los setenta.

El neoliberal no entiende lo del Bien Común.

Proyecta en el Estado su condición de particular, de interés privado.

Niega cualquier posibilidad de concreción del Bien Común, que no sean los “equilibrios” resultantes de la lucha de todos contra todos en el mercado.

Colocar al Estado frente a los individuos privados (negándole al estado la representación de un Bien Común, que es de todos, pero no de nadie en particular), sólo conduce a colocar al estado al servicio de aquellos individuos que hayan acumulado suficientes propiedades como para imponerse y desplazar al estado.

Por ello, el neoliberalismo es coherente con las políticas del “Consenso de Washington”.

Y aquí llegamos a lo de la revolución pacífica no desarmada. Esta es una peculiaridad del proceso venezolano, pero que también vemos en Bolivia, Ecuador y la Nicaragua actual.

Las revoluciones durante todo el siglo XX, estuvieron asociadas, bien a guerras civiles, bien a estrategias armadas de largo aliento (guerrillas, etc.).

Tal vez por eso, la izquierda estuvo discutiendo durante mucho tiempo las vías de la revolución, en términos dicotómicos de reforma o revolución.

Y esto viene desde principios del siglo XX, en el seno de la socialdemocracia alemana, el primer partido político marxista de la historia.

También en el siglo XX asistimos a experiencias en que jefes militares se convertían en grandes líderes políticos populares y nacionalistas.

No quiero extenderme en el tema, pero esas circunstancias mostraron que las fuerzas armadas (incluso unas tan influidas por EEUU como las latinoamericanas) no tenían que ser necesariamente un simple aparato represor del pueblo al servicio del imperialismo norteamericano.

Lo peculiar de la experiencia venezolana es que, apelando al Poder Constituyente, se logra un proceso de cambios revolucionarios que avanza, sin guerra civil, a través de reformas constitucionales y legales.

La otra peculiaridad es que la dirección política del proceso proviene, en parte, de sectores procedentes de las Fuerzas Armadas, sin dejar de ver que rearticula elementos de la antigua izquierda de los setenta.

Por supuesto, esto no hubiera sido posible si previamente no se hubiera producido una crisis de hegemonía del bloque histórico encabezado por la burguesía globalizada.

Aquí se solapan dos deconstrucciones.

Una, la de la dicotomía clásica de reforma contra Revolución.

Dos, la contradicción entre fuerzas armadas y fuerzas revolucionarias.

Hablo de deconstrucción porque observamos un desplazamiento de significaciones por el cual las oposiciones no se superan, en el sentido hegeliano, sino que se disipan, transformando los sentidos mismos de los conceptos.

Los cuatro conceptos se sitúan ahora fuera del sistema de pensamiento que antes los oponía de una manera absoluta, que era la forma de pensamiento de la izquierda marxista leninista. Nos hallamos entonces en otra concepción de la revolución.

Esta última es, precisamente, la que parte de la noción de revolución pacífica no desarmada. Y aquí es pertinente retomar algunos elementos de las distinciones que ya hemos hecho.

Si la revolución ahora puede plasmarse en reformas consecutivas, acumulativas hasta cierto punto, pero al mismo tiempo de ruptura, revolucionarias, ello indica que no se juega en el campo de las transformaciones drásticas, rápidas, violentas.

No son tales, porque se juega en el campo de la política y no de la guerra. ¿Qué es lo que ha permitido que las diferencias y combates se escenifiquen en ese terreno político? Pues, paradójicamente, el que las armas se encuentran decisivamente del lado transformador.

Por eso usamos la expresión oblicua no desarmada, y no la expresión directa “armada”: porque las armas no se usan para dirimir directamente las diferencias y contradicciones políticas, sino para garantizar que las transformaciones avancen y avancen a manera de reformas, esto es, de manera pacífica.

Hay que advertir que por pacífico no entendemos, únicamente, la vía de la persuasión retórica y parlamentaria y las movilizaciones de calle; sino una especial disposición de los instrumentos de la fuerza física que impide su uso directo con fines de resolución de los conflictos políticos. La persuasión se complementa con la disuasión.

Es más, la disuasión (la disposición de las armas por una parte del conflicto) permite la persuasión, en tanto tiende a adecuar los deseos e intenciones de los contrarios a la situación de impedir la guerra civil y establecer una normalidad de los conflictos políticos.

Ahora bien ¿cuál es esa “normalidad”, esa “paz”, en la cual transcurren los cambios, las reformas revolucionarias? Pues, la que marca la acción del Poder Constituyente.

Ese Poder es revolucionario porque es Constituyente, es decir, anterior, trascendente y superior a cualquier ley o constitución; es más bien la fuente de toda legitimidad y toda legalidad. Ello también coloca la revolución en el campo de la política, fuera del campo de la guerra.

Ahora bien, en este punto debemos asumir la vieja distinción metafísica de forma y contenido, porque este último concepto de revolución pacífica y no desarmada, alude al cómo se realizan las transformaciones, a su forma y no a su contenido.

Este último se refiere más bien al núcleo del Poder Constituyente, que no es otro que el Pueblo, en su acepción de alianza de clases subordinadas.

El Poder Constituyente también conecta con otro concepto de Negri, el de “multitud”. Sé que aquí se abre una intensa e inmensa discusión.

Sólo quiero opinar someramente que las críticas de Laclau al concepto de “multitud” (su excesiva heterogeneidad que lleva a la ineficaz dispersión de los intereses, la necesidad de un discurso unificador que lo constituya como pueblo) me parecen muy pertinentes, y tal vez pudiéramos conservar la noción de “multitud” como tan sólo un momento de formación del Pueblo, categoría más adecuada para designar la articulación de las demandas de varias clases y sectores sociales, en un discurso (que no es sólo lo que se dice, sino también lo que se significa al actuar) que antagoniza con el de la burguesía.

En conclusión, podemos puntualizar lo siguiente: la reforma planteada constituyó una innovación política histórica: la de realizar una revolución socialista de manera pacífica, mediante las reformas jurídicas y no a través de la guerra civil, apoyándose en conceptos morales y éticos (y hasta religiosos cristianos) más que en una concepción clásica marxista o marxista leninista; exaltando el patriotismo y respetando la pluralidad política.

Todo ello en una situación postmoderna de reconfiguración de los actores y las posiciones políticas, donde los partidos políticos, por ejemplo, son desplazados en sus funciones por los medios de comunicación y la acción directa de la multitud popular.

Plantearse dicotomías como democracia vs socialismo es un error garrafal que consiste en trasladar esquemas de la guerra fría de los cincuenta y sesenta a una situación histórica enteramente peculiar que requiere otros conceptos y un mayor esfuerzo de pensamiento.

Dicho todo esto, sí podemos admitir (como ya lo hizo públicamente el vicepresidente de la AN, diputado Saúl Ortega) que las últimas leyes que se han venido discutiendo y aprobando, van realizando lo medular de la propuesta de la Reforma de 2007.

En este sentido, la propuesta de 2007 debe interpretarse como un programa de reformas a cumplir en este momento político.


6.- ¿Una centralización revolucionaria?

Hemos dicho ya que una de las críticas más fuertes de la oposición hacia el proyecto de reformas, es que tiende a una re-centralización del poder que, al final redunda en la concentración del poder en el presidente de la república.

Si examinamos las propuestas de la Reforma de 2007, que se reeditan n las leyes que actualmente se discuten y aprueban en la Asamblea Nacional, específicamente las relativas a la “Nueva Geometría del Poder” podemos aceptar en parte la pertinencia de la crítica.

En primer lugar, el concepto mismo de “nueva geometría del saber” se incorpora al texto de la reforma.

En el artículo 11 ocurre esto, y se explica que ello conlleva a la atribución presidencial de “decretar Regiones Estratégicas de Defensa, a fin de garantizar la soberanía, la seguridad y defensa de cualquier parte del territorio y espacios geográficos de la República”, nombrar autoridades especiales para enfrentar “situaciones de contingencia”.

En el artículo 16 especifica que las comunas son “las células sociales del territorio y estarían conformadas por las comunidades, cada una de las cuales constituirá el núcleo territorial básico e indivisible del Estado Socialista Venezolano”.

El Poder Popular se consagra como expresión de la “democracia directa”.

El presidente de la República podía conferirle la categoría de “Ciudad comunal” a aquella que hubiese construido una federación de comunas y establecido un “autogobierno comunal”.

Esto, de hecho, dejaba en suspenso las atribuciones de los municipios y, por supuesto, los alcaldes.

Lo mismo se podría observar a propósito de los estados y gobernadores, en relación a la creación por decreto presidencial (previo acuerdo de la mayoría simple de la Asamblea Nacional- artículo 16 de la reforma) de regiones marítimas, territorios federales, municipios federales, distritos insulares, provincias federales, ciudades federales y distritos funcionales.

Éstos últimos podían integrar “municipios o lotes territoriales” de ellos. Las “provincias federales” podían integrar municipios y estados “.

En otras palabras, el Presidente de la República podría decretar la formación de una estructura de poder colocada por encima de los estados y municipios ya conocidas, formas institucionales controladas directamente por el jefe de estado.

En el artículo 136 de la Reforma, la oposición creyó ver claramente el fin de la institucionalidad democrática.

El texto redefinía el concepto de Soberanía Popular, al remitirlo a los Consejos Comunales y de otras adscripciones.

Se establecía que el pueblo es “el depositario de la soberanía y la ejerce directamente a través del Poder Popular.

Éste no nace del sufragio ni de elección alguna, sino de la condición de los grupos organizados como base de la población” (cursivas mías).

Esto, a simple vista, va en contradicción de la reducción del ejercicio de la soberanía al voto, pero planteaba a su vez una nueva reducción:

a la organización de esos órganos de Poder Popular los cuales, de acuerdo a las diferentes versiones de la Ley respectiva, siempre aparecen como órganos del Poder Ejecutivo Nacional.

El Poder Ejecutivo Nacional, ciertamente, se reforzaba, y va a reforzarse.

En la propuesta de reforma, se sustituyó la figura del Consejo Federal de Gobierno de la Constitución del 99, por un Consejo Nacional de Gobierno, encabezado por el Presidente de la República, de carácter no permanente, donde se evaluarían los proyectos comunales, locales, estadales y provinciales, para articularlos en un Plan de Desarrollo Integral de la Nación.

Esto, por supuesto, entra en contradicción con la visión descentralizadora de la COPRE.

En el mismo sentido, el artículo 230 consagraba la atribución presidencial de ordenar y gestionar el territorio del “Distrito Federal, los estados, los municipios, dependencias federales y de más entidades regionales”; crear o suprimir “provincias, territorios y ciudades federales, distritos funcionales, municipios federales, regiones marítimas, distritos insulares y regiones estratégicas de defensa”.

No había ninguna referencia en la reforma a la descentralización, ni siquiera en calidad de política nacional, como aparece en la Constitución del 99.

¿Qué significan estas reformas? Ya hemos señalado la superación de las dicotomías del pensamiento de izquierda de los setenta.

Ahora bien, en términos del campo de poder en torno al estado, podríamos adelantar la siguiente interpretación, aquí puntualizadas en forma de “tesis” para la discusión:

1) Se avanza en la reestructuración del campo de poder colocando en una posición subordinada (si no de exclusión del núcleo de poder estatal) a los detentores del capital económico (los personeros de la burguesía que creció de las políticas económicas de distribución de la renta petrolera), frente a los detentores del capital simbólico-institucional (funcionarios del gobierno).

Los dirigentes partidistas e intelectuales de la oposición pasan a ser simples fichas en la disputa del poder de parte de la burguesía, especialmente los propietarios de grandes medios de comunicación, los industriales, los de grandes comercios y algunos productores agrícolas.

A pesar de ello, esta reconfiguración en el campo de poder no se completa con una transformación estructural de las relaciones sociales de producción.

Estamos en un capitalismo, donde el estado y su campo de poder son políticamente anti-burgueses. Esta situación anómala sostiene la polarización política de desenlaces aún imprevisibles.

2) La hegemonía articula un discurso con las demandas sociales de los sectores excluidos (genéricamente, los pobres), los horizontes nacionalistas de los sectores militares dominantes y las perspectivas internacionales de un funcionariado que entiende la relevancia de conseguir un mundo multipolar donde el estado-nación pueda adquirir cierta independencia respecto a Estados Unidos.

Esa articulación discursiva se evidencia en formulaciones como el del “socialismo petrolero” de Müller y Alí Rodríguez.

Más que una reestructuración del campo de poder vinculada directamente a la producción material, se pretende una redistribución de poder de arriba hacia abajo a base de la inversión social del ingreso petrolero.

La clase obrera, dada su fragmentación organizativa y política, sólo se ve representada a través de ciertas reivindicaciones (como la reducción de la jornada de trabajo) e indirectamente, mediante algunas corrientes de opinión en el seno del chavismo.

La formulación del Poder Popular fundamentalmente como una organización comunal y territorial vinculada al Poder Ejecutivo, es evidencia de esa articulación discursiva, arriba mencionada.

No ha habido ni una propuesta coherente ni la voluntad, para la reestructuración a fondo de las relaciones sociales de producción en las empresas de propiedad pública.

Tampoco han tenido éxito las propuestas de “economía social” (cooperativas, proyectos productivos de los Consejos Comunales, etc.).

3) Efectivamente, hay una tendencia a la re-centralización del poder.

El proyecto de descentralización de la COPRE no sólo murió como opción reformista para sostener el sistema de conciliación de élites, sino como política de estado en general (recogida incluso en la actual constitución).

Concebida originalmente como aspecto de la gran reforma neoliberal (que incluía, hay que recordarlo, la reducción del poder de los detentores del capital simbólico a favor de los detentores del capital económico), la descentralización pretendía resolver la crisis orgánica de la hegemonía burguesa (ingobernabilidad) mediante el incremento de la eficiencia administrativa y el deseable aumento de la legitimidad.

Sabemos que este proyecto fracasó precisamente porque se pretendía convertir en aliados precisamente a quienes eran enemigos de una reforma que pondría en cuestión su cuota de poder.

Sólo consiguió darle algún capital político a fracciones regionales de la burguesía (Salas Romer, Tablante), que enturbiaron todavía más la consecución de una gran alianza por la reforma como pretendía la COPRE.

Pero la re-centralización no sólo se expresa en el fracaso del proyecto de la COPRE (y por extensión, de todo el proyecto político neoliberal), sino en la voluntad política de la reestructuración del campo de poder colocando cerca del centro a los pobres (a través de las comunidades organizadas: el llamado “Poder Popular”) y al nuevo funcionariado del estado (representado por el equipo gubernamental usufructuario del capital simbólico del Presidente).

Hasta ahora esto sólo ha llegado hasta el horizonte de la re-centralización política, las políticas redistribuidoras de los recursos estatales provenientes del petróleo (las misiones, los fondos a disposición del Poder Ejecutivo) y las estrategias de independencia latinoamericanista de nuestra política internacional.

4) Esta tendencia a la centralización muy bien puede justificarse a la luz de la teoría clásica de la dictadura del proletariado, ese poder extraordinario y provisional que defiende a la revolución de sus enemigos y logra disponer de tal poder que posibilita un cambio sustancial en las relaciones sociales en su conjunto.

La cuestión es que, aparte de que no se ha avanzado en el cambio de las relaciones sociales, la historia del siglo XX nos muestra que este camino está lleno de riesgos y peligros.

La centralización excesiva del poder lleva efectivamente al stalinismo.

Un paso en ese camino sería por ejemplo, el de someter legal o políticamente los órganos de poder popular a un aparato como el Partido, con lo cual Partido, masas y estado se confunden en una sola estructura total.

La hegemonía como dirección intelectual y cultural basada en la persuasión y la asunción conciente de compromisos, sería entonces confundida con la simple dominación, convirtiendo la política (espacio de disputa o alianza de los pares) en policía (sometimiento al poder de los subordinados).

En ese contexto, el concepto de “autonomía”, desarrollada por Castoriadis, como capacidad de los colectivos y los individuos de producir sus propias normas a partir del cuestionamiento de cualquier fundamento fijo de las relaciones de poder, adquiere gran relevancia.


_______ REFERENCIAS

CLASTRES, Pierre (1997) La sociedad contra el estado. Monte Ávila editores. Caracas.
BANKO, Catalina (2008) “De la descentralización a la nueva geometría del poder” en la Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, Caracas, mayo-agosto. Facultad de Ciencias Económicas y Sociales. UCV. Caracas.
BOURDIEU, Pierre (1978) “Espíritus de estado: génesis y estructura del campo burocrático” en Revista Sociedad de la UBA, México, 1995.
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. 2001.
BREWER CARIAS, Allan (2001) La Constitución de 1999: un análisis crítico. Caracas.
Propuesta de Reforma Constitucional 2007.
Diario de debate de la Asamblea Nacional Constituyente, disponible en www.an.gob.ve


Escrito en Análisis Político Venezolano, Jesús Puerta, Marxismo, Socialismo, Venezolanidad.

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Extraido de: http://saberlibre.wordpress.com/2009/07/18/centralizacion-y-descentralizacion-en-el-proceso-del-estado-venezolano/
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