sábado, 26 de junio de 2010

Poemas. Canto I, II, III, y IV - Vicente Gerbasi


Poema Canto I  - Vicente Gerbasi

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.

Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.

Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.

Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.

Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.

Atrás queda la angustia con espejos celestes.

Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.

El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.

Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.

Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.

La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.


Poema Canto II  - Vicente Gerbasi

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Los pasos en el polvo, el fuego de la sangre,
el sudor de la frente, la mano sobre el hombro,
el llanto en la memoria,
todo queda cerrado por anillos de sombra.

Con címbalos antiguos el tiempo nos levanta.

Con címbalos, con vino, con ramos de laureles.

Mas en el alma caen acordes penumbrosos.

La pesadumbre cava con pezuñas de lobo.

Escuchad hacia adentro los ecos infinitos,
los cornos del enigma en vuestras lejanías.

En el hierro oxidado hay brillos en que el alma
desesperada cae,
y piedras que han pasado por la mano del hombre,
y arenas solitarias,
y lamentos de agua en cauces penumbrosos.

¡Reclamad, gritando hacia el abismo,
el mirar interior que hacia la muerte avanza!
En nuestras horas yacen reflejos de heliotropos,
manos apasionadas, relámpagos del sueño.

¡Venid a los desiertos y escuchad vuestra voz!
¡Venid a los desiertos y gritad a los cielos!
El corazón es una serena soledad.

Sólo el amor descansa entre dos manos,
y baja en la simiente con un rumor oscuro,
como torrente negro, como aerolito azul,
con temblor de luciérnagas volando en un espejo,
o con gritos de bestias que se rompen las venas
en las calientes noches de insomnes soledades.

Mas la simiente trae a la visible e invisible muerte.

¡Llamad, llamad, llamad vuestro rostro perdido
a orillas de la gran sombra!


Poema Canto III - Vicente Gerbasi

Relámpago extasiado entre dos noches,
pez que nada entre nubes vespertinas,
palpitación del brillo, memoria aprisionada,
tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,
sueño frente a la sombra: eso somos.

Por el agua estancada va taciturno el día,
doblegando los juncos hacia barcas de olvido.

El alma silenciosa en las violetas tiembla.

¿No somos un secreto guardado por las horas?

Mirad cómo en el césped de la tarde
la mirada es un brillo de azahares,
cómo se esconde el ser
en el suspiro leve de las frondas.

Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.

El frío de las piedras corre por nuestra sangre.

Un susurrar de nardo desciende por los valles.

Y siempre el hombre solo, bajo el sol y los truenos,
perseguido por voces y látigos y dientes.

El hombre siempre solo, con su mirada, suya,
con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.
El hombre interrogando a sus calladas sombras.

Escucha: yo te llamo desde mis soledades,
desde mis suspirantes comarcas de palmeras,
abiertas a los signos luminosos del cielo.

El viento se te enreda con nieblas siderales,
y te detiene al pie de negros abedules.

Venados de la luna van corriendo
por la antigua memoria,
y en tu silencio caen llamas del corazón.


Poema Canto IV - Vicente Gerbasi

Lo que siento en mi sangre como un reloj de arena,
cerca de algún retrato, del hilo y del salero;
lo que escucho en mi sangre como un rumor del día,
cuando una mariposa de la noche
viene a besar la sombra de nuestro corazón;
lo que escucho en mi sangre como acordes de luto,
cuando todo se apaga y todo es un ayer,
con rostros, con cenizas y manos en la sombra;
lo que escucho en mi sangre como grano que cae
en la penumbra de los aposentos,
donde el espejo de hundida confidencia
destruye vanamente las máscaras del hombre:
lo que escucho en mi sangre como flautas del sol,
cuando mis hijos danzan en torno a mi existencia
como en una lejana colina de vendimias;
cuando el pensamiento transforma mis secretos
en abismos de yedras,
y reclino mi frente sobre el vino nocturno;
cuando siento mis pasos en la tierra,
cuando digo: tierra,
y sé que estoy aquí iluminándome,
amándola y oyendo su mandato, que es el existir,
en lo que desciende en secreto hacia mi muerte:
rumor que me sostiene y me dibuja
en mi retrato antiguo,
con un halcón sobre el hombro,
en la penumbra de tus olivares:
marco de la conciencia,
enigma de viejos muros,
caída de la luz en la tristeza,
heno en la tarde, nubes de soledad,
higueras de la noche en forma de esqueletos,
mirada hacia la sombra del jaguar.

No somos habitantes de la luz.

Hay lenguas de tinieblas y signos ardorosos
danzando en torno nuestro.

Se nos cae la mirada en anillos de luto,
en juncales de miedo, en estrellas de plata.

La frente va perdida, como ráfaga fría
por la humedad nocturna de los espantapájaros.

¿Cuando sale de ti mi oscuro andar?

Atrás quedan abismos en que mis ojos caen.

El hombre es de la noche que lo sigue,
sueño que el sol defiende,
paréntesis de incierta maravilla,
imagen que derriba la tiniebla.

Aún mi madre contempla tu retrato
y en su cabello blanco se hace un lejano resplandor.

Aquí en la tierra estoy, aquí en la tierra,
y en tu muerte, disperso en mis sentidos.

Y persisten los ojos, las brasas del peligro.

Y el hábito de andar por los sonidos,
por la humedad, la risa, las tinieblas,
donde las lumbres danzan
como reminiscencias de muertes familiares.

Y todo avanza en mí y todo cae, y todo es un rumor,
un acercarse y amar, y un sufrir por lo amado,
y un llevarlo todo al sueño
y hacer de la tierra un sueño.

Y es lo que viene ardiendo, sonando como un trueno
sobre un niño,
desde tu vida dura, desde tu muerte sola,
tu muerte semejante a una llanura,
donde curva la noche su lentitud de estrellas,
con un rumor de cascos, de piedras, de esqueletos,
con guitarras caídas junto al corazón,
con una copla del diablo,
con el azufre del Tirano Aguirre
danzando en las colinas
y lejanos relámpagos antiguos
en un denso horizonte con sombras de diluvio,
y el viento que resuena sobre el sordo tambor
de la tierra caliente,
del agua del caimán y el venenoso diente.

Padre mío, padre de mi huracán. Y de mi poesía.

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