martes, 12 de julio de 2011

Teleología y Deontología


Las Dos Grandes Herencias Éticas Occidentales: Teleología y Deontología

Son dos las grandes herencias éticas en las que se entronca la filosofía occidental y en las que se fundamenta la actual reflexión ética. Estas tradiciones son la teleología aristotélica y la deontología kantiana.

Ambas delimitan unos ámbitos de reflexión de la ética que la llevan desde la heteronomía metafísica a la autonomía racional.

Pero sírvanos como primer atisbo de su relevancia que tanto la teleología aristotélica como la deontología kantiana configurarán sendas argumentaciones que dotarán de contenido racionalmente fundado a la ética; y por ello, su actualidad, influencia y atingencia son innegables.

La ética teleológica aristotélica se configura como un conocimiento de la acción humana que, junto a la política, forma parte de los saberes prácticos3. En ella se utiliza la propia capacidad de deliberar acerca del bien (agathón) y de acuerdo con esta deliberación, se determina el contenido de la vida buena.

La ética teleológica sería entonces, una ética de contenidos pues extrae éstos de la experiencia concreta y las acciones de la vida diaria.

De hecho, la acción buena presupone la comprensión práctica y experiencial de “lo bueno” de manera sostenida en el tiempo. Por ello, se conoce a la ética aristotélica como una “ética de las virtudes” en tanto:

“Aristóteles pone énfasis en la comprensión práctica de las normas morales con vistas a su realización concreta.”4

Este saber ético alude al ámbito del comportamiento y de la costumbre en tanto define modos de ser y de vivir que implican necesariamente una referencia a la libertad individual.

Es un saber que busca lo bueno para el hombre en un sentido integral de su vida, es decir, en vistas de lograr el desarrollo y la vivencia de una experiencia vital buena y conveniente a los fines propios.

Desde acá, podemos decir que el fin del saber ético se adecua al ser, en tanto define como moral aquello que conduce a una plena realización del Ser del hombre a través de la realización de sus fines. Define entonces lo moral desde un fin (télos) a alcanzar:

“el fin de la acción no está más allá ni es indiferente de ella, pues la buena acción misma [eupraxía] es el fin”.5

Es el bien el que marca un fin, tomando a éste como un “movimiento” o proceso de su actualización o “florecimiento”.6

Esta concepción es plenamente metafísica, en tanto hay un Ser potencial que gracias a la práctica de las virtudes alcanza su total actualización. De ahí que el Bien consista en la plena actualización del Ser potencial, lo que traería consigo la felicidad (eudaimonia) –que se constituiría como un fin en sí misma, y nunca como un medio para alcanzar otro fin.

Esta felicidad requiere ser alcanzada única y exclusivamente a través de la actualización del ser potencial por la práctica de la virtud.

Presenciamos entonces, una relación teleológica entre la ética y la vida humana, porque en tanto los hombres aspiran a realizar su plena potencialidad –la felicidad, éste télos es sólo alcanzable a través de la práctica sostenida y sistemática de las virtudes.

Por su parte, la ética deontológica kantiana habla de “lo correcto” o “lo incorrecto”.

Acá la ética no trata de “lo bueno” o “lo malo” como contenidos morales, sino que se interesa en que lo correcto se ajuste a una ley. Y esta concepción ya no permite pensar la ética en términos metafísicos –pues no debemos olvidar que para Kant la metafísica está lejos de llevar sus fundamentos a cimientos firmes, al modo de las ciencias exactas.7

Por el contrario, su tarea consiste en demostrar qué fundamento tiene la ética, el que ya no es metafísico sino racional o a priori.

No hay nada en el mundo ni fuera de él que pueda llamarse “bueno” salvo un elemento clave en la determinación del carácter a priori de la ética: la voluntad humana, definida por el autor como:

“la facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes”.8

Por esta capacidad los hombres, a diferencia del resto de seres en el mundo, pueden determinarse ante la presentación de principios, es decir, someterse a las leyes impuestas por su propia voluntad.

Y dicha autonomía volitiva requiere de la libertad pues ella permite el “autogobierno” y la determinación de un sistema propio, acorde a los principios y valores de cada uno.

De este modo, la voluntad humana es autónoma porque no está determinada desde fuera, sino que lo está por leyes (o principios, o máximas) que ella misma se da.

Sin embargo, debido a que el hombre no es un ser puramente racional, sino también sensible, en el hecho su voluntad se determina por principios subjetivos o máximas que deben adecuarse a la ley moral o principio objetivo. Lo correcto, entonces, sería la adecuación de la máxima individual a la ley racional.

Pero, ¿cuál es esa ley? Es el llamado imperativo categórico, que tiene validez universal para todo ser racional porque es un principio racional a priori.

Dicho imperativo categórico tendría la siguiente fórmula:

“obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”.9

Esta ley representa un criterio que permite discernir cuáles máximas son morales y cuáles no. Y sólo son morales las máximas universalizables. De este modo “lo correcto” o “lo justo” es aquello donde se adecua la máxima a la ley.

La adecuación, entonces, representaría el deber y ella debe ser cumplida por mero respeto a la ley, vale decir, sin considerar las consecuencias que pueda traer ella.

Por ello esta ética es deontológica, pues enfatiza el deber de cumplir la ley sin considerar las consecuencias de este acto –no es, por lo tanto teleológica, ni consecuencialista ni finalista. Y por ello también es formalista: porque define unos lineamientos generales –con la autonomía y la libertad como requisitos del imperativo categórico— para dar individualmente contenido a la ética.

La felicidad para Kant no representa un fundamento para la moral: no se pueden justificar las máximas diciendo que ellas son morales porque conducen a la felicidad; porque si bien todos aspiramos a ésta, el contenido que cada cual le da es diferente. Y de esas diferencias entre particulares no pueden emerger máximas universales. Siendo entonces que lo universal es lo que marca la moral, la felicidad quedaría excluida de la esfera moral.

Hablando en términos históricos, la ética teleológica aristotélica se mantiene vigente en la era cristiana y la edad media.

Pero en el siglo XVIII, con el proyecto ético ilustrado, la perspectiva teleológica es opacada por la deontológica, ya que mientras la primera es tributaria de una metafísica (pues supone una determinada forma de entender el Ser—como potencia y acto, constituido por forma y materia—) define lo bueno desde esta concepción metafísica del Ser.

Pero para Kant, el Ser es incognoscible pues no se sitúa dentro de las categorías de espacio y tiempo (únicas coordenadas que determinan lo cognoscible por la razón humana); por lo tanto no se podría definir lo bueno en función de él y es desde acá que se plantea la necesidad de buscar una base racionalmente fundamentada para la ética.

En la ética contemporánea, la tendencia dominante es reunir la tradición teleológica aristotélica a la deontología kantiana, toda vez que:

“en la realidad los hombres no están dispuestos a renunciar al cálculo racional tendente a la felicidad, ni tampoco a hacer dejación de una autonomía tan viva en la conciencia. Por ello, las éticas que tratan de conjugar nuevamente ambos factores –felicidad y autonomía—merecen una atención preferente.”10

Teleología y deontología son dos elementos complementarios, tanto en la historia de las ideas filosóficas como en el razonamiento moral, y la ética de la responsabilidad está cobrando gran importancia dentro de un escenario en que el desarrollo científico y técnico ostenta más poder de manipulación de la vida y el medio ambiente; al extremo que Jürgen Habermas (1929-) y Karl Otto Apel (1922-)—representantes de la ética discursiva y continuadores de la deontología kantiana—plantean la necesidad de incluir en esa ética deontológica consideraciones de teleología y de responsabilidad.

El objetivo de esta ética discursiva es fundamentar una ética racionalmente acorde a las actuales necesidades del mundo, cuyo desarrollo científico y técnico amenaza la sobrevivencia del planeta entero. Así, la ética discursiva se hace necesaria para repensar el mundo desde nuevos horizontes de solidaridad para con los otros, donde:

“llegar a una fundamentación filosófica última (philosophischen Letzbegründung) de los principios morales de una ética de la responsabilidad solidaria podría garantizarle a la humanidad presente y futura una supervivencia auténticamente humana.”11

De este modo, la ética discursiva se entronca en el pluralismo valorativo de nuestras sociedades y busca la fundamentación o validación racional de las diferentes opciones morales de los hombres; no fomentando el relativismo valórico sino buscando una fundamentación racional que reúna esta pluralidad de discursos bajo una argumentación consensuada, intersubjetiva, responsable y solidaria. En palabras de Cortina:

“Mientras el sentido último de nuestros discursos y nuestras acciones descanse en una razón comunicativa, y no sólo calculadora, es necesario hablar de un modo de ser más humano que otros: el ethos responsable y solidario.”12

Para K. O. Apel, la configuración de su ética del discurso encuentra bases en el formalismo kantiano y la dimensión pragmática del lenguaje, de modo tal que propone una ética que pretende superar el solipsismo metódico de la filosofía –“característico de la filosofía que se extiende desde Descartes a Husserl”13— y de fundamentar racional y objetivamente los contenidos de la valoración ética subjetiva, es decir, dotarle de objetividad en función de la intersubjetividad valórica. La ética discursiva proporcionará unos fundamentos procedimentales o formalistas, y con Habermas:

“no proporciona orientaciones de contenido, sino solamente un procedimiento lleno de presupuestos que debe garantizar la imparcialidad en la formación del juicio. El discurso práctico es un procedimiento no para la producción de normas justificadas, sino para la comprobación de la validez de las normas postuladas de modo hipotético.”14

Dichas normas procedimentales garantizan la igualdad de todos los participantes del discurso en cuanto representantes de la pluralidad ética, apelando también, a su propia responsabilidad en la consecución del consenso en la comunidad de comunicación.

Esta comunidad de comunicación no se limita a unos interlocutores actuales y presentes ahora, en el espacio y en el tiempo, sino que es ilimitada en cuanto abierta universalmente a todo interlocutor posible o imaginable.

De esta manera, cuando se logra explicitar la norma básica o principio procedimental (según Apel, la “parte A” de su ética) ésta sirve para legitimar las normas situacionales concretas (“parte B”, complementaria de A).

Esta parte B debe ser concebida como una ética de la responsabilidad, pues intenta preservar el consenso intersubjetivo de aquellos intereses particulares que quisieran prevalecer por sobre el consenso de la comunidad de hablantes.

De este modo, A y B están en tensión pues B requiere una actuación de responsabilidad que haga prevalecer el consenso por sobre los intereses particulares de los interlocutores, en palabras de Apel: “una ética que se hace responsable de las consecuencias.”15:

“En el nivel de la ética consecuencialista de la responsabilidad ya no es correcto partir sin más –con Kant— de que “el común de los hombres” puede saber ya siempre, aun sin ayuda de la ciencia, cuál es su obligación.

Hoy se trata más bien de que cada individuo participe –según su competencia y poder— en la organización de la responsabilidad solidaria de los hombres por las repercusiones universales de la acción humana en todos los niveles de la cultura.”16

La responsabilidad entonces, se convierte en una tarea colectiva, en tanto el concepto tradicional de responsabilidad individual ya no puede hacerse cargo de las graves problemáticas del mundo contemporáneo.17

Y es este contexto el que determina la tensión en la ética discursiva, ya que no se puede partir de un punto cero –o un “nuevo comienzo”– en la historia, sino que debe reconocerse la determinación histórica que, a su vez, define la racionalidad pertinente:

“Suponer el punto cero de la historia ignora el problema del tránsito histórico desde la aplicación de una moral (intragrupal) convencional a la aplicación de la ética discursiva como el estadio supremo de la ética racional, universalista, postconvencional: el problema, por así decirlo, de la crisis de adolescencia de la humanidad.”18

De ese modo, la corresponsabilidad –o responsabilidad colectiva– en la ética discursiva invita al individuo a participar en discursos reales, concretos y socio-históricamente determinados, en los que pueda alcanzarse el acuerdo sobre los intereses y las consecuencias y subconsecuencias para seguir las normas de contenido general.

Así, la responsabilidad tomaría cuerpo como una mediación entre teleología y deontología, entre el principio formal de universalización y la fundamentación de normas materiales, aplicables situacionalmente. En palabras de Apel:

“Resulta entonces, que ya no podemos fundamentar (y, por tanto, prescribir) a priori determinadas definiciones de la vida perfecta, ni tampoco la mayor felicidad posible de todos los individuos, sino solamente una forma procedimental de deliberación y decisión sobre las “cuestiones normativas sustanciales” para todos los afectados.”19

A estas alturas, es necesario aclarar que Apel se opone al calificativo de “deontológica” para su ética discursiva, pues si bien ésta es post-kantiana y:

“se plantea la pregunta por lo obligatoriamente debido para todos (“deon”), también posteriormente se hace la pregunta platónico-aristotélica –y nuevamente utilitarista—por el télos de la vida buena, por la felicidad de un individuo o de una comunidad.”20

De este modo, la ética discursiva trascendería la eticidad kantiana en tanto ésta prescinde totalmente de la pregunta por los fines y consecuencias de la ética para centrarse en el formalismo y la buena voluntad de un ejercicio de conciencia totalmente individual; a diferencia de las connotaciones solidarias, colectivas y teleológicas de la ética discursiva.

Dicha ética discursiva se ve posteriormente complementada por las reflexiones de Jürgen Habermas, quien introduce un nuevo elemento teórico: la comunidad ideal y universal de interlocutores o hablantes (U). Para ello, reelabora el “ejercicio individual” o “diálogo interno” kantiano, en tres etapas:

primero, traslada la deliberación mental del individuo kantiano a la esfera pública, bajo la forma del diálogo intersubjetivo.

En segundo lugar, combina la racionalidad y la razón, de modo que la racionalidad del discurso ético dependa de las buenas razones para su elección personal y social.

Finalmente, reemplaza el imperativo categórico kantiano por el seguimiento de procedimientos, lo que determina el formalismo de la ética discursiva porque sólo existe referencia al procedimiento en la consecución de normas generales, no a los contenidos morales.

De este modo, la idea es alcanzar un consenso racionalmente motivado acerca de las normas morales que sean factibles de llegar a tener validez universal. En palabras de Habermas:

“He introducido (U) como norma de argumentación que posibilita el acuerdo en los discursos prácticos cuando se pueden regular ciertas materias con igual consideración a los intereses de todos los afectados. Únicamente mediante la fundamentación de este principio puente podremos avanzar hacia la ética discursiva (---) También se excluye una aplicación monológica de este postulado (U); ya que únicamente regula argumentaciones entre distintos participantes...”21

De este modo, la ética discursiva descansa en una plataforma de acción comunicativa, la que presupone una componente teleológica en cuanto son los propios individuos quienes tienen que lograr un acuerdo sobre la situación que esperan alcanzar. La acción comunicativa, sería entonces:

“la situación en la que los actores aceptan coordinar de modo interno sus planes y admiten alcanzar sus objetivos, únicamente a condición de que haya, o se alcance mediante negociación, un acuerdo sobre la situación y las consecuencias que cabe esperar.”22

En la búsqueda de este acuerdo intersubjetivo, que contiene un componente teleológico, y que además requiere una contextualización histórica determinada, cobra especial relevancia material el concepto de “mundo vital”. Para Habermas, este mundo de la vida:

“constituye el contexto preconocido intuitivamente de la situación de la acción; al propio tiempo facilita recursos para los procesos de interpretación, con los cuales los participantes en la comunicación tratan de satisfacer la necesidad de entendimiento que haya surgido en la situación concreta de la acción.”23

En otras palabras, es el horizonte de significaciones que dotará del correspondiente contenido en que los individuos tratan de lograr el consenso en su acción. También se refiere a este contexto como el sustrato cultural que dará sentido y significación al acto comunicativo, y que por ende, acompañará indefectiblemente a la ética discursiva como contexto histórico.

Además, Habermas destaca al individuo como sujeto dialógico, capaz de establecer la acción comunicativa desde una acción teleológica orientada al entendimiento y centrada en la solidaridad como valor. A él contrapone al sujeto monológico, propio de los sistemas de acción orientados al éxito, cuya tarea central es el cálculo de la utilidad y el diseño del comportamiento estratégico pertinente para lograr su fin.

De este modo, para Habermas la ética discursiva sólo es posible en contextos de acción comunicativa, toda vez que dicha acción se rige por valores solidarios, que buscan el consenso y la orientación individual hacia fines colectiva y dialógicamente determinados.

En dicho contexto dialógico entre seres comunicantes se abre espacio a lo propiamente moral; y dentro del mundo de la vida se renovaría el trato de la naturaleza como disposición posible, a un trato como interlocutora en una potencial interacción.

Puntualmente en lo referido a la relación hombre-animal dentro de la comunidad de comunicación, Habermas defiende la justificación de un tipo de deberes que el hombre tendría hacia los animales, deberes que a pesar de ser directos, no serían propiamente morales sino análogos a los morales, pues no surgen de la relación comunicacional directa con los animales. Para el autor:

“los animales son criaturas vulnerables a las que debemos tratar con cuidado en razón de sí mismas.”24

Sin embargo, nuestros deberes para con los animales serían análogos a los morales, por cuanto las relaciones comunicativas que mantenemos con ellos no están mediadas por gestos lingüísticos. En palabras de Velayos:

“los animales comparecen en el rol de una alter ego que justifica con su presencia ante nosotros la expectativa futura de que salvaguardemos fiduciariamente sus pretensiones. Pero no es un rol que puedan cumplir plenamente. Es meramente un como si abierto a nuestra reflexión.”25

Estos deberes no se tratarían para Habermas de deberes deontológicos, sino más bien de que los bienes (intereses) merecen preferencia en términos comparativos.

De acá podemos decir que Habermas incluye en su teoría ética la responsabilidad frente a los animales no humanos a través de la representación de sus necesidades e intereses,26 los que constituirían modos teleológicos de consideración de estas necesidades e intereses.

Dicho argumento, está en plena conexión con los planteamientos utilitaristas-consecuencialistas de la ética extensionista de Singer.

En esta breve reseña sobre las tendencias contemporáneas en la ética, la fusión entre teleología y deontología queda suficientemente delineada con las teorías de Apel y Habermas.

Siendo ambos autores plenamente contemporáneos, son capaces de situar su pensamiento en estas nuevas coordenadas, asumiendo las problemáticas y desafíos actuales.

En este panorama, decíamos, la responsabilidad adquiere un papel central.

______________________________________________________________________


Notas

3. Diferente por tanto, de los saberes teóricos o contemplativos –propio de la filosofía o las matemáticas— y de los saberes prácticos o técnicos como la medicina, las artes o las técnicas.

4. Aristóteles, citado en Araos, J. “Ética de las virtudes y teleología: Aristóteles”. En “Bioética: fundamentos y dimensión práctica”. Santiago. 2004. P. 31.

5. Op. Cit. P. 32.

6. Movimiento que, como veremos posteriormente, se constituirá también como una clave del concepto de physis o naturaleza.

7. Cabe destacar que para Kant, la metafísica permanece en un “andar a tientas” frente a las ciencias exactas, por la limitada razón humana que sólo puede acceder al conocimiento fenoménico. Y la ética –como estudio de la acción humana—pertenece a este ámbito.

8. Kant, I.: “Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres”. Madrid. 1984. P. 101.

9Op. Cit. P. 104.

10. Cortina, A.: “Razón comunicativa y responsabilidad solidaria”. Salamanca. 1988. P. 164.

11. Cfr. Villarroel, R. en “Bioética. Fundamentos y dimensión práctica”. Santiago. 2004. P. 86.

12. Cortina, A.: Op. Cit. P. 12.

13. Cfr. Villarroel, R. Op. Cit. P. 89.

14. Habermas, J.: “Conciencia Moral y Acción Comunicativa”. Barcelona. 1998. P. 143.

15. Apel, K.O; epílogo de Cortina, A.: “Razón Comunicativa y Responsabilidad Solidaria”. Salamanca. 1988. P. 246.

16. Apel, K.O. Op. Cit. Pp. 248-249.

17. Es necesario aclarar que, si bien se destaca la centralidad de la responsabilidad colectiva, ello no invalida la importancia de la responsabilidad individual, ya que ésta es la imputable en el marco de las instituciones y/o las violaciones del consenso colectivo.

18. Apel, K.O. Op. Cit. P. 253. En cursivas en el original.

19. Cfr. Apel, K. O. Op. Cit. P. 249.

20. Apel, K. O. Op. Cit. P. 236.

21. Habermas, J.: Op. Cit. P. 86.

22. Habermas, J.: Op. Cit. P. 157.

23. Habermas, J.: Op. Cit. Pp. 159-160.

24. Habermas, J. en Velayos, C.: Op. Cit. P. 130.

25O. p. Cit. P. 131.

26.Velayos extrae esta idea habermasiana de su texto “El Desafío de la ética ecológica para una concepción antropológica de la moral como una ética del discurso” (1991). Traducción de Francisco Javier Gil Martin del original: “Die Herausforderung der ökologischen Ethik für Konzeption”, en Erläuterungen zur Diskursethik. Frankfurt. Suhrkamp. 1991. pp. 219-226.

______________________________________________________________________

______________________________________________________________________
.