domingo, 23 de junio de 2013

La verdad del arte y el arte de verdad - Halil Bárcena


No vivimos una época de cambios, como a menudo oímos de boca de analistas un tanto precipitados, sino un verdadero cambio epocal que está provocando que se tambalee todo aquello que durante siglos había permanecido inamovible y, en consecuencia, considerábamos duradero (revelado incluso) y para  siempre. 

En palabras del añorado Raimon Panikkar, asistimos, sobre todo en nuestro viejo (¿y cansado?) continente europeo, a “una mutación mucho más profunda que una reorientación meramente cultural y que es mucho más que un simple cambio de nuestros sentimientos sobre el mundo” [1]

Sea como fuere, lo cierto es que todo el vivir humano se ha visto alterado radicalmente y de forma veloz, en especial desde la segunda mitad del siglo pasado. 

Desde entonces, el rostro del mundo, de nuestro mundo, es un otro  bien diferente; todo parece hoy más caótico y confuso, más revuelto y desordenado. 

Pensemos sino en instituciones como la familia o en actividades humanas como el arte, que aquí nos ocupa, por no hablar del desplazamiento sufrido por la religión dominante, cuando no de su rechazo más frontal. 

A diferencia del mundo medieval, por ejemplo, un mundo más coherente y normal (también más religioso) que el presente, donde todo el mundo compartía un mismo relato de la historia, en nuestra atribulada contemporaneidad nada está en su sitio, de tal manera que nadie puede ya ocupar su lugar natural; como ya nada es verdad, todo está permitido. 

La exacerbación de la cantidad como norma de medida en detrimento de la calidad, algo evidente en el ámbito del arte y la cultura, hoy atravesado por una descorazonadora futilidad, constituye otro de los signos de nuestros tiempos. 

La calidad se sacrifica a la cantidad, de donde se deriva la brutalidad de una industria sin arte. Borges, el maestro argentino Jorge Luis Borges, decía que en la Edad Media había pocos libros, pero en cambio todos eran principales (y principiales, añadiría yo); justo al contrario de lo que nos encontramos ahora. 

Y es que a la hora de valorar la normalidad o no de una sociedad, el arte, la estética en general, posee tanto valor de criterio como, por ejemplo, la justicia social o bien la moral. 

En este sentido, resulta sintomático que una de las quejas más reiteradas hoy en día, incluso por personas cultivadas, sea la dificultad de entender el arte contemporáneo. 

Podría decirse, así pues, que nuestra sociedad es como el arte que produce y que este arte, convertido cada vez más en una actividad frívola y sobrera, sobre todo tras las vanguardias desarrolladas a lo largo de los últimos cien años, refleja a las mil maravillas la precariedad de nuestra alma desgarrada. 

Pero, ¿qué es en verdad el arte y cuál  el estatuto ontológico que ocupa ahora? En definitiva, ¿de qué hablamos hoy cuando hablamos de arte?


¿Qué es el arte o qué es el hombre?

La cuestión del arte (o de las artes) no constituye un tema menor, ni es un lujo para diletantes. Antes al contrario, somos de la opinión, con George Steiner, que toda interpelación alrededor del arte nos remite irremediablemente a la centralidad de la antropología. 

Dicho de otro modo, interrogarse acerca de qué es el arte puede ser perfectamente una manera de interrogarse qué es en realidad el ser humano. 

No en balde, Aristóteles consideraba que la finalidad del arte no era otra que el propio hombre. En otras palabras, el arte persigue la felicidad del ser humano.   

Según la doctrina tradicional del arte, tal como ha sido comprendida en las distintas civilizaciones tradicionales, incluida la islámica, doctrina arrinconada tras el advenimiento de la modernidad, el arte es eso con lo que el hombre trabaja, de aquí que podamos hablar de cosas bien hechas, es decir, hechas con arte, ya se trate de cuadros o sinfonías, pero también de utensilios de la vida diaria o ropa, pongamos por caso. 

Según eso, el arte es más un medio que no un fin en sí mismo, lo cual vendría a denunciar y rebatir la aberración del esteticismo moderno que habla del arte por el arte. 

Por eso conviene recordar que todo lo que el hombre ha realizado con arte a lo largo de la historia ha obedecido a una doble finalidad, al mismo tiempo utilitaria e intelectiva.

En ese sentido, conviene recordar que la lengua árabe, al igual que sucede con el griego clásico, no posee un concepto unitario de ‘bellas artes’, como sí ocurre en las lenguas europeas modernas, sino del vocablo ṣinā`a, equivalente del griego tekné, que alude a cuanto ha sido realizado mediante el oficio y la destreza del ser humano e incluye por igual tanto lo que hoy consideramos bellas artes, como las llamadas artes aplicadas (u oficios), secundarias en la cultura moderna, como la herrería, la tintorería, la carpintería, la alfarería, la cerámica, la cestería, el tejido de alfombras o la edición de libros, entre otras.

De ahí deriva una de las principales características de la creatividad artística islámica: su funcionalidad. 

En efecto, el arte del islam siempre es funcional, esto es, útil, tanto si su utilidad pertenece al orden espiritual, puesto que no sólo de pan vive el hombre, como al material.  

“El arte musulmán nunca ha conocido, como el Occidente moderno”, escribe Jean-Louis Michon, “la distinción entre un arte supuestamente ‘puro’, o ‘arte por el arte’, y un arte utilitario o aplicado, distinción según la cual el primero busca únicamente provocar una emoción estética y el segundo se propone responder a alguna necesidad” [2].

Igualmente, el arte (tampoco la moral) no responde al gusto de unos pocos que, obedeciendo a una sensibilidad más marcada de lo común, se sienten atraídos por la expresión artística, sino a una profunda necesidad de todo ser humano. 

No tenemos necesidad del arte sólo porque éste nos agrade, de la misma manera que no somos buenos únicamente porque nos guste ser buenos. 

Como afirma Ananda Kentish Coomaraswamy, “las cosas hechas con arte responden a necesidades humanas, de otro modo son lujos. Las necesidades humanas son las necesidades del hombre íntegro, que no sólo vive de pan” [3]. 

 Y, por descontado, no podemos prescindir bajo ningún concepto de algo que es necesario. 

El arte es tan vital, por lo tanto, como el aire que respiramos; ni más ni menos. 

Necesitamos cosas artísticas, es decir, bien realizadas, con arte, que sirvan para los menesteres tanto de la vida activa en el mundo como de la vida contemplativa o del espíritu, valga la expresión; sin que eso signifique que el espíritu no pueda habitar en el mundo de la cotidianidad o que esté ausente de él.
 

Del mismo modo, el arte posee una finalidad intelectiva, en el sentido de que muestra y, por tanto, expresa y comunica ideas, hasta el punto que el cómo del arte siempre ha de estar al servicio del qué.  

No existe nada que sea irracional o evasivo en el arte de las distintas culturas tradicionales del mundo, entre ellas la islámica, por supuesto; y tradicional quiere decir aquí también normal, tal como es concebida por un Platón o un al-Farābī, por ejemplo. 

De ninguna manera constituye el arte un medio para evadirse de los quehaceres problemáticos de la vida. 

Antes al contrario, tota obra de arte tradicional, de la pintura a la danza, de la caligrafía a la música y el teatro, posee un significado; no únicamente es apariencia. 

Hay algo que no sólo es para ser contemplado sino también conocido. 

Y es que el arte tradicional, también el arte islámico, por supuesto, no es jamás sentimental (no se trata de una cuestión de sensaciones), tal como ahora acostumbramos a considerar la experiencia estética, tras la irrupción de la modernidad. 

No es sentimental, insistimos, sino intelectivo y expresivo, y, por eso mismo, podemos afirmar con los clásicos que la belleza es el esplendor de la verdad y no simplemente lo que nos gusta, porque, como razona San Agustín, hay a quien le agradan las deformidades. 

Allá donde existe una brizna de verdad forzosamente brilla la belleza, y al revés. 

La catedral de Chartres, pongamos por caso, o la mezquita del viernes  de Isfahán, dos joyas de la arquitectura religiosa universal, en las cuales una belleza natural y un sentido intrínseco de la armonía están plenamente presentes, sólo fueron posibles debido al conocimiento atesorado por las sociedades en las que fueron alzadas. 

Este es el arte de verdad y esta es la verdad del arte.

Artista, ¿hombre común o genio?

Según lo expuesto anteriormente, en un contexto tradicional todo el mundo posee alguna especie de arte (¡y por lo tanto puede ser considerado artista!), ya sea escribir, pintar, esculpir, cocinar, componer, construir casas, diseñar ropa, modelar jarras o incluso cultivar la tierra, a diferencia de lo que la modernidad ha erigido en dogma, a saber, que el arte es una actividad que nada más puede realizar el genio, un tipo especial, muy especial, de hombre, dotado de una particular sensibilidad, única y exclusiva, encarnación del nuevo espíritu prometeico. 

Pero, “el artista no es un tipo especial de hombre”, nos dirá una vez más Coomaraswamy, “sino que todo hombre es un tipo especial de artista” [4]. 

Y en una sociedad que sólo los genios son artistas ya casi nadie no siente como propia la responsabilidad de hacer bien las cosas, es decir, con arte, tal como hemos expuesto más atrás, porque casi nadie opera según su vocación o inclinación natural. 

Todo el mundo hace lo que puede, si es que además se tiene la suerte de trabajar en algo, lo que fuere. 

Cuán lejos está todo ello de la figura tradicional del artista islámico, del artesano que cumple con su tarea vocacional de forma anónima y (auto)eclipsada, religiosa podríamos decir incluso. 

No en balde un ḥaḏī atribuido al profeta Muḥammad afirma: “Ciertamente Al·lāh ama al siervo que ejerce un oficio”.   

Así es como lo que ahora denominamos arte se ha convertido en una actividad especializada (y no necesaria ya, ni tampoco vital para el ser humano), paulatinamente más fútil y superflua, llevada a cabo por unos artistas profesionales, cuya principal preocupación es el experimentalismo estilístico sin límite alguno y el abocamiento exterior de su mundo psicológico, enardecido por un exhibicionismo fuera de control, fruto del culto al individuo y la sobrevaloración del genio personal, tan alejado, por ejemplo, del sabio y discreto anonimato medieval. 

En este sentido, conviene recordar que lo más hondo y sublime del arte universal ha sido siempre anónimo.


En definitiva, hoy el arte pocas veces expresa ya verdades, sino simples sentimientos personales,  sin ninguna clase no ya de valor universal sino de interés puramente estético. 

En un contexto así no es casualidad que la originalidad se haya convertido en valor supremo del arte. 

Pero no la originalidad entendida a la manera gaudiniana en tanto que indagación desde los orígenes, es decir, desde la tradición, sino como una necesidad casi enfermiza de ruptura con todo y todo el mundo, como si el canon lejos de inspirar y liberar fuese una prisión.

La aventura del arte

Sin embargo, podemos afirmar que a pesar de que el desierto avanza sin desmayo aún es posible hallar minúsculos pero salvíficos oasis en los que el arte no ha dimitido de su función noética y, en consecuencia, no ha sido reducido tan solo a sus aspectos meramente sensitivos y emocionales. 

Aún existen artistas, verdaderos héroes, que entre tanta vanidad y majadería aspiran todavía a transmitir sentido y significado. 

Más aún, en un mundo tan escéptico y romo como el nuestro, donde no tan solo lo divino sino también lo sagrado han sido expulsados de la centralidad de la vida, muy posiblemente sea el arte, este arte quizás ya no religioso (porque no puede serlo) pero sí de marcadas reminiscencias espirituales, sea, tal como sugiere el ya mencionado George Steiner, la única posibilidad que le quede al hombre contemporáneo de alcanzar una cierta experiencia de transcendencia[5]

Ya Vasili Kandinsky (1866-1944) había insinuado en su célebre De lo espiritual en el arte[6], del año 1911, que el arte era en el siglo XX un lugar privilegiado de mostración de lo espiritual, mientras que el rumano Mircea Eliade (1907-1986) creyó ver en cierto arte contemporáneo, en el  de su compatriota Constantin Brancusi (1876-1957)[7], por ejemplo, el refugio en el que lo sagrado se había ocultado, en un mundo contemporáneo cada vez más desacralizado y con menos oído musical para la espiritualidad. 

En el manifiesto que el pintor ruso Mark Rothko (1903-1970), uno de los artistas más destacados de la llamada Escuela de Nueva York, escribió, el año 1943, juntamente con Adolph Gottlieb, puede leerse:  

“Para nosotros, el arte es un viaje a un mundo ignoto (...). Sólo lo pueden emprender aquéllos que no temen arriesgarse”. 

El arte constituye una indagación creativa que, por su propia naturaleza aventurera, digámoslo así, exige un tránsito constante, no permanecer anclado en nada (menos aún en una moda) que no sea el propio compromiso artístico con la verdad del arte y el arte de verdad. 

Y eso, más que la recreación de lo nuevo por lo nuevo, constituye la indagación permanente. 

EL arte implica aventurarse en cuerpo y alma en lo ignoto, hollando esta terra ignota que, a la postre, es el fondo insondable de la realidad realmente real, al-Ḥaqq en el lenguaje coránico, que, aunque que mostrándose ante nosotros sin cesar a través de múltiples signos, no somos capaces de percibir, tan saturados de nosotros mismos como a menudo estamos. 

El arte constituye, pues, un viaje; un viaje que transita por sendas jamás antes transitadas y, por lo tanto, siempre nuevas.

El arte consiste en caminar de perplejidad en perplejidad, ḥayrat bā ḥayrat, como escribiera el poeta sufí persa Mawlānā Rūmī (m. 1273), maestro de derviches giróvagos. 

De aquí que un artista de verdad, ya sea un poeta, un músico, un pintor o un bailarín, tanto da la disciplina artística que cultive, jamás se repetirá mecánicamente, lo cual en absoluto quiere decir que no aprecie la repetición, entendida como insistencia -y el esfuerzo que ésta comporta- y como ejercicio al límite que posibilita que algo pueda suceder. 

Justamente es el artista quien mejor sabe que nada valioso en la vida se consigue sin esfuerzo y que son las cosas vividas al límite y en el límite las que poseen un valor especial. 

Conviene recordar al respecto que el islam, cuya vocación más profunda es acordarse a la naturaleza real de las cosas (a fin de cuentas ese es uno de los sentidos de la propia palabra árabe islām), constituye una tradición religiosa del esfuerzo (iŷtihād); esfuerzo en interpretar los signos divinos, tanto los recogidos en el texto coránico, como los signos del Corán cósmico, y en obrar el bien. 

Desde el punto de vista de la estética islámica, que es lo que aquí nos ocupa, cabe decir que su originalidad estriba, justamente, en el esfuerzo por profundizar en la especificidad religiosa del islam, el tawḥīd o unidad absoluta del ser, que es la intuición espiritual primordial del mensaje coránico, tal como hemos expuesto en otro lugar. 

La función del artista islámico (y recuérdese lo dicho acerca de la funcionalidad del arte) consiste, pues, en traducir en lenguaje sensorial la intuición primordial del tawḥīd; un lenguaje sensorial, traducido en formas y motivos, que aparecerá inscrito tanto en los templos más excelsos y los palacios y jardines más suntuosos, como en los utensilios domésticos más humildes. Y es que la realidad del tawḥīd envuelve por completo la vida del musulmán.  
     
La experiencia artística del verdadero artista de verdad comporta tanto hacer, un hacer muy particular, como esperar. Y es que la vocación artística comporta conciliar una doble actitud interior, activa y pasiva al mismo tiempo. 

El artista es el hombre, hombre común no genio, vaciado de sí mismo, a través del cual transita la palabra, el gesto, el color, el sonido… que irrumpen en uno mismo y se imponen de forma absoluta y total, hablando acerca de la naturaleza real de las cosas. 

El artista no aboca al exterior su mundo psicológico, sino que transparenta la naturaleza real de las cosas. 

El artista vive permanentemente en disposición de recibir. 

He aquí su particular pasividad activa, he aquí su tarea, en tanto que hermeneuta del silencio sagrado (la expresión es de Agustín López Tobajas)[8].


Por todo ello, el artista es, lo decía Rothko en la citación mencionada, un home de riesgos, un ser humano que se arriesga, más allá de lo habitual. 

Aceptar la propia vocación artística, sentir cómo irrumpe en un mismo lo Real (al-Ḥaqq), lo que es, sin haber podido ofrecer resistencia alguna, comporta no poder vivir ya como antes. 

Como apunta Steiner, la pequeña casa de nuestro yo miedoso y apocado no puede ser habitada jamás como si nada hubiese pasado. 

Las locuciones teopáticas (šaṭaḥāt) de los espirituales sufíes, como el célebre ‘Yo soy lo Real verdadero’ (Anā al-Ḥaqq) del bagdadí Manṣūr-e Ḥal·lāŷ (m. 922), obedecen a un fenómeno paralelo: 

las palabras que pronuncia el sufí, artista de la senda interior, se le imponen con una potencia tan arrolladora que cuanto afirma ya no le pertenece.    

El artista, como también el espiritual, más allá del clima en el que haya nacido y se haya desarrollado su función y su misión, experimenta una presencia real que le empuja a cambiar de vida. 

He ahí el verdadero significado del término árabe tawba, cuyo sentido profundo es retorno a Al·lāh, como apunta Ibn `Arabī, siguiendo la etimología de la raíz gramatical t-w-b.  

La metanoia del espiritual, su verdadera conversión de la mirada consiste en regresar a lo que es, a lo que de hecho siempre fue, pero olvidó.
 
  Dicho de otro modo, nadie asciende a la montaña (sagrada) y retorna igual; 

nadie realiza la experiencia del ángel sin mudar de piel (recuérdese el encuentro paradigmático entre el ángel Ŷibrīl y el profeta Muḥammad); 

nadie mira cara a cara la luz sin permanecer ciego para las cosas del mundo. 

El arte, al igual que la espiritualidad, no es ni un juego ni tampoco un adorno o un lujo superfluo, sino algo, ya lo hemos repetido en varias ocasiones, necesario, imprescindible, vital como el aire que respiramos o el pan que nos alimenta. 

Con todo, la experiencia artística no permanece en el artista. 

Su muerte como hombre, fanā’ en el lenguaje sufí, es un servicio que efectúa al resto de hombres, a la comunidad. 

En definitiva, los muertos son los que nos ayudan a entender mejor la vida, porque la muerte no es lo opuesto a la vida sino sólo al nacimiento. 

Y, al mismo tiempo, los muertos, en este caso los artistas, nos ayudan a los vivos (a través de su ejemplo, es decir, de sus creaciones hechas con arte) a morir también nosotros a nosotros mismos. 

El arte es riesgo. Una obra, toda obra, habla del arte de arriesgarse y del riesgo del arte.

Pues bien, todo lo dicho es, justamente, lo que emparenta arte y espiritualidad, lo que hace que un espiritual pueda ser considerado un artista de la senda interior, de la misma manera que en el verdadero artista de verdad, cuando no es un ególatra atacado de esnobismo, se den los rasgos propios de toda indagación espiritual y, en primer lugar, la facultad de trascender una razón que es capaz de abrirse a las mil y una posibilidades que la Vida –ahora sí, con mayúsculas- ofrece por doquier. 

El espiritual, al igual que el artista a su manera, nos muestra a través de su ejemplo vivo otros rostros de la realidad o, mejor dicho aún, la naturaleza real de las cosas. 

El espiritual encarna en sí mismo su propia investigación, pues podríamos decir que la ha in-corporado; 

 él mismo es el resultado de su propia indagación, de su viaje. Y es que lo espiritual no es un añadido a la vida, sino la propia vida en plenitud. 

De aquí que el espiritual, el hombre habitado por el espíritu, sea como se muestra y se muestre tal como es. 

Insistimos una vez más: ni el arte ni tampoco la espiritualidad son una pose. 

Por eso resulta creíble su verbo: porque, en el caso de los poetas, por ejemplo, escriben lo que viven y viven lo que escriben. 

Y es que lo bonito gusta solamente, pero lo bello conmueve, dado que es el esplendor de la verdad. 

Allá donde hay belleza hay verdad; y donde hay verdad hallamos la presencia apabullante de la belleza.


Resumiendo, no hay arte serio, al igual que tampoco hay espiritualidad seria, sin que se den tres elementos capitales e irrenunciables: pasión desmedida, paciencia ilimitada y atrevimiento irreductible. 

Justo lo que todo amor de verdad exige: pasión (que es entrega confiada. ¿Acaso no podríamos traducir el término islām como entrega confiada a Al·lāh), 

paciencia (que es esfuerzo constante y sostenido, así como ‘estar siempre’ más allá de las contingencias) 

y atrevimiento (que es riesgo, aunque jamás temeridad). 

¿Resultará, pues, que el arte y la espiritualidad exigen estar enamorado?
Pero, son siempre los poetas quienes saben decirlo todo mejor. 

Escribe Rūmī, una vez más Mawlānā Rūmī:  

“Has de saber, amigo mío, que todo en el universo es una jarra repleta hasta los bordes de sabiduría y belleza. 

Todo es una gota de la belleza divina que, a causa de su plenitud, no pudo contenerse. 

Era un tesoro escondido y por su propia plenitud brotó e hizo que la tierra brillara aún más que los propios cielos”.

 La belleza del mundo es la belleza de Al·lāh.




[1] Raimon Panikkar, El ritme de l’Ésser. Les Gifford Lectures, Fragmenta, 2012, p. 22.

[2] Jean-Louis Michon, Luces del islam. Instituciones, arte y espiritualidad en la ciudad musulmana, J. J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2000, pp. 58-59.
[3] Ananda K. Coomaraswamy, Sobre la doctrina tradicional del arte, J. J. De Olañeta editor, p. 13.
[4] Ananda Kentish Coomaraswamy, La transformación de la naturaleza en arte, Kairós, Barcelona, p. 54.
[5] George Steiner, Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos?, Destino, Barcelona, 2007.
[6] Vasili Kandinsky, De lo espiritual en el arte, Paidós, Barcelona, 1996.
[7] Mircea Eliade, El vuelo mágico, Siruela, Madrid, 1995. Cfr., especialmente, el capítulo “Permanencia de lo sagrado en el arte contemporáneo”, pp. 139-144;  “Diarios. Brancusi”, pp. 155-157; y “Brancusi y las mitologías”, pp. 159-167.
[8] Cfr. Agustín López Tobajas, Manifiesto contra el progreso, J. J. de Olañeta, Palma de Mallorca, 2005.

(Texto publicado originalmente en catalán, en la revista Dialogal nº 45, pp. 10-17).