sábado, 16 de agosto de 2014

Carta a Meneceo y Máximas capitales - Epicuro


Carta a Meneceo

     Epicuro a Meneceo: ¡salud y alegría!


            Nadie por ser joven vacile en filosofar ni por hallarse viejo de filosofar se fatigue. Pues nadie está demasiado adelantado ni retardado para lo que concierne a la salud de su alma. El que dice que aún no le llegó la hora de filosofar o que ya le ha pasado es como quien dice que no se le presenta o que ya no hay tiempo para la felicidad. De modo que deben filosofar tanto el joven como el viejo: el uno para que, envejeciendo, se rejuvenezca en bienes por el recuerdo agradecido de los pasados, el otro para ser a un tiempo joven y maduro por su serenidad ante el futuro. Así pues, hay que meditar lo que produce la felicidad, ya que cuando está presente lo tenemos todo y, cuando falta, todo lo hacemos por poseerla.

            Lo que de continuo te he aconsejado, medita y ponlo en práctica, reflexionando que esos principios son los elementos básicos de una vida feliz. Considera, en primer lugar, a la divinidad como un ser vivo incorruptible y feliz, como lo ha suscrito la noción común de lo divino, y no le atribuyas nada extraño a la  inmortalidad o impropio de la infelicidad. Represéntate, en cambio, referido a ella todo cuanto sea susceptible de preservar la beatitud que va unida a la inmortalidad.

            Los dioses, en efecto, existen. Porque el conocimiento que de ellos tenemos es evidente. Pero no son como los cree el vulgo. Pues no los mantiene tal cual los intuye. Y no es impío el que niega los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Pues las manifestaciones del vulgo sobre los dioses no son prenociones, sino falsas suposiciones. Por eso de los dioses se desprenden los mayores daños y beneficios. Habituados a sus propias virtudes en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando todo lo que no es de su clase como extraño.

            Acostúmbrate a pensar que la muerte nada es para nosotros. Porque todo bien y mal residen en la sensación, y la muerte es privación del sentir. Por lo tanto el recto conocimiento de que nada es para nosotros la muerte hace dichosa la condición mortal de nuestra vida, no porque le añada una duración ilimitada, sino porque elimina el ansia de inmortalidad.

            Nada hay, pues, temible en el vivir para quien ha comprendido rectamente que nada temible hay en el no vivir. De modo que es necio quien dice que teme a la muerte no porque le angustiará al presentarse sino porque le angustiará esperarla. Pues lo que al presentarse no causa perturbación vanamente afligirá mientras se aguarda. Así que el más espantoso de los males, la muerte, nada es para nosotros, puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente, y, cuando la muerte se presenta, entonces no existimos. Con que ni afecta a los vivos ni a los muertos, porque para éstos no existe y los otros no existen ya. Sin embargo, la gente unas veces huye de la muerte como del mayor de los males y otras la acogen como descanso de los males de la vida.

            El sabio, en cambio, ni rehúsa la vida ni teme el no vivir. Porque no le abruma el vivir ni considera que sea algún mal el no vivir. Y así como en su alimento no elige en absoluto lo más cuantioso sino lo más agradable, así también del tiempo saca fruto no al más largo sino al más placentero. El que recomienda al joven vivir bien y al viejo partir bien es un tonto, no sólo por lo amable de la vida, sino además porque es el mismo el cuidado de vivir bien y de morir bien. Pero mucho peor es el que dice: “Bueno es no haber nacido, o bien una vez nacido traspasar cuanto antes las puertas del Hades.”[Teognis]

            Pues si afirma eso convencido, ¿cómo no se aparta de la vida? Pues eso está a su alcance, si es que ya lo ha deliberado seriamente. Si lo dice chanceándose, es frívolo en lo que no lo admite.

            Hay que rememorar que el porvenir ni es nuestro ni totalmente no nuestro, para que no aguardemos que lo sea totalmente ni desesperemos de que totalmente no lo sea.

            Reflexionemos que de los deseos unos son naturales, otros vanos; y de los naturales unos son necesarios, otros sólo naturales; y de los necesarios unos lo son para la felicidad, otros para el bienestar del cuerpo y otros para la vida misma. 

            Un conocimiento firme de estos deseos sabe, en efecto, referir cualquier elección o rechazo a la salud del cuerpo y a la serenidad del alma, porque eso es la conclusión del vivir feliz. Con ese objetivo, pues, actuamos en todo, para no sufrir dolor ni pesar. Y apenas de una vez lo hemos alcanzado, se diluye cualquier tempestad del alma, no teniendo el ser vivo que caminar más allá como tras una urgencia ni buscar otra cosa con la que llegara a colmarse el bien del alma y del cuerpo. Porque tenemos necesidad del placer en el momento en que, por no estar presente el placer, sentimos dolor. Pero cuando no sentimos dolor, ya no tenemos necesidad del placer.

            Precisamente por eso decimos que el placer es principio y fin del vivir feliz. Pues lo hemos reconocido como bien primero y connatural y de él tomamos el punto de partida en cualquier elección y rechazo y en él concluimos al juzgar todo bien con la sensación como norma y criterio. Y puesto que es el bien primero y connatural, por eso no elegimos cualquier placer, sino que hay veces que soslayamos muchos placeres, cuando de éstos se sigue para nosotros una molestia mayor. Muchos dolores consideramos preferibles a placeres, siempre que los acompañe un placer mayor para nosotros tras largo tiempo de soportar tales dolores. Desde luego todo placer, por tener una naturaleza familiar, es un bien, aunque no sea aceptable cualquiera. De igual modo cualquier dolor es un mal, pero no todo dolor ha de ser evitado siempre. Conviene, por tanto, mediante el cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes, juzgar todas estas cosas, porque en algunas circunstancias nos servimos de algo bueno como un mal y, al contrario, de algo malo como un bien.

            Así que la autosuficiencia la consideramos un gran bien, no para que en cualquier ocasión nos sirvamos de poco, sino para que, siempre que no tengamos mucho, nos contentemos con ese poco, verdaderamente convencidos de que más gozosamente disfrutan de la abundancia quienes menos necesidad tienen de ella, y de que todo lo natural es fácil de conseguir y lo superfluo difícil de obtener. Y los alimentos sencillos procuran igual placer que una comida costosa y refinada una vez que se elimina todo el dolor de la necesidad. Y el pan y el agua dan el más elevado placer cuando se los procura uno que los necesita. En efecto, habituarse a un régimen de comidas sencillas y sin lujos es provechoso para la salud, hace al hombre desenvuelto frente a las urgencias inmediatas de la vida cotidiana, nos pone en mejor disposición de ánimo cuando a intervalos accedemos a refinamientos y nos equipa intrépidos ante la fortuna. 

            Por tanto, cuando decimos que el placer es el objetivo final, no nos referimos a los placeres de los viciosos o a los que residen en la disipación, como creen algunos que ignoran o que no están de acuerdo o interpretan mal nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni estar perturbados en el alma. Porque ni banquetes ni juergas constantes ni los goces  con mujeres y adolescentes, ni pescados y las demás cosas que una mesa suntuosa ofrece, engendran una vida feliz, sino el sobrio cálculo que investiga las causas de toda elección y rechazo, y extirpa las falsas opiniones de la que procede la más grande perturbación que se apodera del alma.

            De todo esto principio y el mayor bien es la prudencia. Por ello la prudencia resulta algo más preciado incluso que la filosofía. De ella nacen las demás virtudes, porque enseña que no es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer. Las virtudes, pues, están unidas naturalmente al vivir placentero, y la vida placentera es inseparable de ellas. Porque, ¿quién piensas tú que sea superior a quien sobre los dioses tiene creencias piadosas y ante la muerte está del todo impávido y ha reflexionado el fin de la naturaleza y sabe que el límite de los bienes es fácil de colmar y de conseguir, mientras que el de los males presenta breves sus tiempos o sus rigores?; ¿y que se burla de aquella introducida como tirana universal, la Fatalidad, diciendo que algunas cosas suceden por necesidad, otras por azar y otras dependen de nosotros, porque afirma que la necesidad es irresponsable, que el azar es vacilante, mientras lo que está en nuestro poder no tiene otro dueño, por lo cual le acompaña naturalmente la censura o el elogio?

            Pues sería mejor prestar oídos a los mitos sobre los dioses que caer esclavos de la Fatalidad de los físicos. Aquellos esbozan una esperanza de aplacar a los dioses mediante el culto, mientras que ésta presenta una exigencia inexorable.

            En cuanto a la Fortuna, ni la considera una divinidad como cree la muchedumbre –puesto que la divinidad no hace nada en desorden- ni una causalidad insegura, pues no cree que a través de ésta se ofrezcan a los hombres el bien o el mal para la vida feliz, aunque determine el rumbo inicial de grandes bienes o males. Piensa que es mejor ser sensatamente desafortunados que gozar de buena fortuna con insensatez. Pero es mejor que lo rectamente decidido se enderece en nuestras propias acciones con su ayuda.

            Estos consejos, pues, y los afines a ellos medítalos en tu interior día y noche contigo mismo y con alguien semejante a ti, y nunca ni despierto ni en sueños sufrirás perturbación, sino que vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se asemeja a un mortal el hombre que vive entre bienes inmortales.

(Epicuro, Carta a Meneceo, Traducción: Carlos García Gual)



Máximas capitales



            I. El ser feliz e imperecedero (la divinidad) ni tiene él preocupaciones ni las procura a otro, de forma que no está sujeto a movimientos de indignación ni de agradecimiento. Porque todo lo semejante se da sólo en el débil.

            [En otros lugares dice (Epicuro) que los dioses son cognoscibles por la razón, presentándose los unos individualmente, otros en su semejanza formal, a partir de la continua afluencia de imágenes similares que constituyen el mismo objeto, en forma humana.]

            II. La muerte nada es para nosotros. Porque lo que se ha disuelto es insensible, y lo insensible nada es para nosotros.

            III. Límite de la grandeza de los placeres es la eliminación de todo dolor. Donde exista placer, por el tiempo que dure, no hay dolor ni pena ni la mezcla de ambos.

            IV. No se demora continuamente el dolor en la carne, sino que el más agudo perdura el mínimo tiempo, y el que sólo aventaja apenas lo placentero de la carne no persiste muchos días. Y las enfermedades muy duraderas ofrecen a la carne una mayor cantidad de placer que de dolor.

            V. No es posible vivir con placer sin vivir sensata, honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir placenteramente. Quien no tiene esto a mano no puede vivir con placer.

            VI. Con el fin de tener seguridad ante la gente hay un bien en el poder y en la realeza como medios de procurarse esa seguridad.

            VII. Famosos e ilustres quisieron hacerse algunos, creyendo que así conseguirían rodearse de seguridad frente a la gente. De suerte que, si su vida es segura, consiguieron el bien de la naturaleza. Pero si no es segura, no poseen el objetivo al que se sintieron impulsados de acuerdo a lo propio de la naturaleza.

            VIII. Ningún placer es por sí mismo un mal. Pero las causas de algunos placeres acarrean muchas más molestias que placeres.

            IX. Si pudiera densificarse cualquier placer, y lo hiciera tanto en su duración como por su referencia a todo el organismo o a las partes dominantes de nuestra naturaleza, entonces los placeres no podrían diferenciarse jamás unos de otros.

            X. Si lo que motiva los placeres de los disolutos les liberara de los terrores de la mente respecto de  los fenómenos celestes, la muerte y los sufrimientos, y les enseñara además el límite de los deseos, no tendríamos nada que reprocharles a ellos, saciados por doquier de placeres y carentes en todo tiempo de pesar y de dolor, de lo que es en definitiva el mal.

            XI. Si nada nos perturbaran lo recelos ante los fenómenos celestes y el temor de que la muerte sea algo para nosotros de algún modo, y el desconocer además los límites de los dolores y de los deseos, no tendríamos necesidad de la ciencia natural.

            XII. No era posible disolver el temor ante las más importantes cuestiones sin conocer a fondo cuál es la naturaleza del todo, recelando con temor algo de lo que cuentan los mitos. De modo que sin la investigación de la naturaleza no era posible obtener placeres sin tacha.

            XIII. Ninguna sería la ganancia de procurarse la seguridad entre los hombres si uno se angustia por las cosas de más arriba y por las de debajo de tierra y, en una palabra, las del infinito.

XIV. Cuando ya se ha conseguido hasta cierto punto la seguridad frente a la gente mediante una sólida posición y abundancia de recursos, aparece la más nítida y pura, la seguridad que procede de la tranquilidad y del apartamiento de la muchedumbre.

            XV. La riqueza acorde con la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir. Pero la de las vanas opiniones se desparrama hasta el infinito.

            XVI. Breves asaltos da al sabio la fortuna. Pues las cosas más grandes e importantes se las ha administrado su razonamiento y se las administra y administrará en todo el tiempo de su vida. 

            XVII. El justo es el más imperturbable, y el injusto rebosa de la mayor perturbación.

            XVIII. No se acrece el placer en la carne una vez que se ha extirpado el dolor por alguna carencia, sino que tan sólo se colorea. En cuanto al límite dispuesto por la mente al placer, lo engendra la reflexión sobre estas mismas cosas y las afines a ellas, que habían procurado a la mente los mayores temores. 

            XIX. El tiempo infinito y el limitado contienen igual placer si uno mide los límites de éste mediante la reflexión.

            XX. La carne concibe los límites del placer como infinitos, y un tiempo infinito requeriría para ofrecérselos. Pero la mente, que ha comprendido la conclusión racional sobre la finalidad y límite de la carne y que ha desvanecido los temores a la eternidad, nos procura una vida perfecta. Y ya para nada tenemos necesidad de un tiempo infinito. Pero tampoco rehúye el placer ni, cuando los hechos disponen nuestra partida del vivir, se da la vuelta como si le hubiera faltado algo para la existencia mejor.

            XXI. Quien es consciente de los límites de la vida sabe cuán fácil de conseguir es lo que elimina el dolor por una carencia y lo que hace lograda una vida entera. De modo que para nada reclama cosas que traen consigo luchas competitivas.

            XXII. Es preciso confirmar reflexivamente el fin propuesto y toda la evidencia a la que referimos nuestras opiniones. De lo contrario todo se nos presentará lleno de incertidumbre y confusión.

            XXIII. Si te opones a todas las sensaciones, no tendrás siquiera un punto de referencia para juzgar las que dices ser falsas.

            XXIV. Si vas a rechazar en bloque cualquier sensación y no vas a distinguir lo opinado y lo añadido y lo ya presente en la sensación y en los sentimientos y cualquier proyección imaginativa del entendimiento, confundirás incluso las demás sensaciones con tu vana opinión hasta el punto de derribar cualquier criterio de juicio. Por el contrario, si vas a afirmar como seguro también todo lo añadido en las representaciones imaginativas y lo que no ha recibido confirmación, no evitarás el error. Porque estarás guardando una total ambigüedad en cualquier deliberación sobre lo correcto y lo incorrecto.

            XXV. Si no refieres en todo momento cada uno de tus actos al fin de la naturaleza, sino que te desvías hacia algún otro, sea para perseguirlo o evitarlo, no serán tus acciones consecuentes con tus razonamientos.

            XXVI. De los deseos todos cuantos no concluyen en dolor si no se colman no son necesarios, sino que tienen un impulso fácil de eludir cuando parecen ser de difícil consecución o de efectos perniciosos.

            XXVII. De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.

            XXVIII. El mismo buen juicio que nos ha hecho tener confianza en que no existe nada terrible eterno o muy duradero nos hace ver que en los mismos términos limitados de la vida la seguridad consigue su perfección sobre todo de la amistad.

            XXIX. De los deseos los unos son naturales y necesarios; los otros naturales y no necesarios; y otros no son ni naturales ni necesarios, sino que se originan en la vana opinión.

            [Naturales y necesarios considera Epicuro a los que eliminan el dolor, como beber cuando se tiene sed. Naturales, pero no necesarios los que sólo diversifican el placer, pero no eliminan el sentimiento de dolor, como la comida refinada. Ni naturales ni necesarios (considera), por ejemplo, las coronas y la erección de estatuas honoríficas.]

            XXX. A algunos de los deseos naturales que no acarrean dolor si no se colman les acompaña una intensa pasión. Ésos nacen de la vana opinión y no es por su propia naturaleza por lo que no se diluyen, sino por la vanidad de la persona humana.

            XXXI. Lo justo según la naturaleza es un acuerdo de lo conveniente para no hacerse daño unos a otros ni sufrirlo.

            XXXII. Respecto a todos aquellos animales que no pudieron concluir sobre el no hacerse ni sufrir daño mutuamente, para ellos nada hay justo o injusto. Y de igual modo también respecto a todos aquellos pueblos que no pudieron o no quisieron concluir tales pactos sobre el no hacer ni sufrir daño.

            XXXIII. La justicia no era desde un comienzo algo por sí mismo, sino u cierto pacto sobre el no hacer ni sufrir daño surgido en las relaciones de unos y otros en lugares y ocasiones determinadas.

            XXXIV. La injusticia no es en sí misma un mal, sino por el temor ante la sospecha de que no pasará inadvertida a los establecidos como castigadores de tales actos.

            XXXV. No le es posible a quien furtivamente viola alguno de los acuerdos mutuos sobre el no dañar ni ser dañado, confiar en que pasará inadvertido, aunque así haya sucedido diez mil veces hasta el presente. Es desde luego incierto si será así hasta su muerte.

            XXXVI. Según la noción común, el derecho es lo mismo para todos, es decir, lo que es provechoso al trato comunitario. Pero el particular de un país y de momentos concretos no por todos se acuerda que sea el mismo.

            XXXVII. De las leyes establecidas tan sólo la que se confirma como conveniente para los usos del trato comunitario posee el carácter de lo justo, tanto si resulta ser la misma para todos como si no. Si se establece una ley, pero no funciona según lo provechoso al trato comunitario, ésta no posee ya la naturaleza de los justo. Y si lo conveniente según el derecho cambia, pero durante algún tiempo está acorde con nuestra prenoción de lo justo, no por ese cambio es durante ese mismo tiempo menos justo para quienes no se confunden a sí mismos con palabras vanas, sino que atienden sencillamente a los hechos reales.

            XXXVIII. Cuando, sin aparecer variaciones en las circunstancias, resulta manifiesto que las cosas sancionadas como justas por las leyes no se adecuan ya en los hechos mismos a nuestra prenoción de lo justo, ésas no son justas. Cuando al variar las circunstancias, ya no son convenientes las mismas cosas sancionadas como justas, se ve que eran justas entonces, cuando resultaban convenientes al trato comunitario de los conciudadanos, y luego ya no eran justas, cuando dejaron de ser convenientes.

            XXXIX. Quien se dispone de la mejor manera para no sentir recelos de las cosas externas, ése procura familiarizarse con todo lo que le es posible, y que las cosas que no se prestan a ello no le resulten hostilmente extrañas. Respecto de aquello en que ni siquiera eso les es posible, evita tratarlo y delimita las cosas en que le es provechosa obrar así.

            XL. Quienes han tenido la capacidad de lograr la máxima seguridad en sus prójimos consiguen vivir así en comunidad del modo más placentero, teniendo la más firme confianza y, aún logrando la más colmada familiaridad, no sollozan la marcha prematura del que ha muerto como algo digno de lamentación.

(Epicuro, Máximas capitales, Traducción: Carlos García Gual)

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