lunes, 16 de mayo de 2016

Gregorio Palamas - Filocalia


Sobre la oración y sobre la pureza del corazón 


Dios es el bien en si, la misericordia misma, un abismo de bondad y, al mismo tiempo, él abraza ese abismo y excede todo nombre y todo concepto posible. 

No hay otro medio para obtener su misericordia que la unión. 

Uno se une a Dios compartiendo, en la medida de lo posible, las mismas virtudes, por ese comercio de súplica y de unión que se establece en la oración. 

La participación en las virtudes, por la semejanza que instaura, tiene por efecto disponer al hombre virtuoso a recibir a Dios. 

Pertenece al poder de la oración operar esta recepción y consagrar místicamente el crecimiento del hombre hacia lo divino y su unión con él -pues ella es el lazo de las criaturas razonables con su Creador- siempre a condición de que la oración haya transcendido, gracias a una compunción inflamada, el estadio de las pasiones y de los pensamientos. 

Pues un espíritu ligado a las pasiones no podría pretender la unión divina. 

En tanto que el espíritu ora en esta clase de disposición, no obtiene misericordia; en cambio, cuanto más éxito alcanza en alejar los pensamientos, más adquiere la compunción y, en la medida de su compunción, participa en la misericordia y en su consuelo. 

Que persevere humildemente en ese estado y transformará enteramente la parte apasionada del alma. 

* * * 

Cuando la unidad del espíritu deviene trinitaria, sin dejar de ser uno, el espíritu se une a la mónada trinitaria suprema, cerrando todas las puertas que conducen al error, dominando a la carne, al mundo y al príncipe de ese mundo. 

El espíritu escapa así enteramente a su ataque, está totalmente en si mismo y en Dios, gozando de la exaltación espiritual que brota en él en tanto se mantiene en dicho estado. 

La unidad del espíritu deviene trina y permanece una, cuando él se vuelca hacia sí mismo y sube de si mismo hacia Dios. 

La conversión del espíritu hacia si mismo consiste en cuidarse a si mismo; su ascensión hacia Dios se opera ante todo por la oración: a veces en una oración recogida y concentrada, a veces en una oración más extendida', lo que es más laborioso. 

El que persevera en esta concentración del espíritu y en este crecimiento hacia Dios, conteniendo enérgicamente los ataques de su pensamiento, se acerca interiormente a Dios, entra en posesión de los bienes inefables, gusta el siglo futuro, conoce por el sentido espiritual cuán bueno es el Señor, según la palabra del salmista: «¡Gustad y ved qué bueno es Yahvé!» (Sal 34, 9). 

Llegar a la trinidad del espíritu, conservándolo uno, y unir la oración a este cuidado, esto no es demasiado difícil. Pero perseverar largo tiempo en ese estado generalmente inefable, ésa es la dificultad misma. 

El trabajo sobre cualquier otra virtud es insignificante y ligero en comparación. He aquí por qué muchos renuncian al encierro de la virtud de la oración y no llegan más que a los grandes espacios abiertos de los carismas. 

Pero a los que son pacientes los están esperando los más grandes auxilios divinos, que los sostendrán y los llevarán gozosamente hacia adelante, haciéndoles fácil la dificultad misma y confiriéndoles una aptitud angélica. 

Dichos auxilios otorgan a la naturaleza humana la posibilidad de vivir según las naturalezas que la sobrepasan. 

El profeta lo ha dicho: «Los que esperan en Yahvé renuevan sus fuerzas, remontan el vuelo como águilas, corren sin fatigarse y caminan sin cansarse» (Is 40, 31). 

* * * 

El espíritu, es también el acto (energía) del espíritu que consiste en pensamientos y conceptos. Es igualmente el poder que produce esos efectos y que la Escritura llama el corazón: es la reina de nuestros poderes, la que fundamenta nuestra calidad de alma razonable. 

El acto del espíritu - su pensamiento - se regula y purifica fácilmente cuando uno se entrega a la oración, sobre todo a la oración monológica. Pero la potencia que produce ese acto no está purificada más que cuando las otras potencias también lo están. 

Pues el alma es una esencia de potencias múltiples: cuando un mal resulta de alguna de esas potencias, aquella queda enteramente manchada; todas comunican la misma unidad. Por el hecho de que cada potencia tiene su propio acto, es posible, con cierta aplicación, purificar por algún tiempo un acto cualquiera. La potencia no será purificada al mismo tiempo, pues ella está en comunicación con las otras y por ello es más impura que pura. 

Considerad a alguien que, por su asiduidad a la oración, haya purificado el acto de su espíritu, haya conocido una iluminación parcial, ya sea de la luz de la ciencia, ya sea del resplandor espiritual: si él se considera purificado por esto, abusa y, por su presunción, abre totalmente la puerta a aquel que sólo espera una ocasión para engañarlo. 

Si por el contrario, mide la impureza de su corazón y en lugar de elevarse por esa pureza parcial hace de ella un medio y un auxiliar, verá más claramente la impureza de las otras potencias del alma, progresará en la humildad, aumentará sin cesar su compunción y descubrirá los remedios apropiados a cada potencia del alma. 

Mediante la acción purificará sus facultades activas; por la ciencia, sus facultades de conocimiento; por la oración, su facultad contemplativa; y este itinerario, lo conducirá a la pureza perfecta, verdadera, estable, del corazón y del espíritu. 

Nadie puede alcanzar esto más que por la perfección de la acción, la contrición perpetua, la contemplación y la oración contemplativa. 

Apología de los santos hesicastas 

Pregunta: Ciertos profesionales de la cultura profana pretenden que nos equivocamos queriendo recluir nuestro espíritu en nuestro cuerpo: según ellos deberíamos expulsarlo a cualquier precio. 

Sus escritos maltratan a algunos de nosotros bajo el pretexto de que aconsejamos a los principiantes recoger sus miradas sobre ellos mismos e introducir, por medio de la inspiración, su espíritu en sí mismos. 

El espíritu, dicen, no está separado del alma; ¿cómo entonces se podría introducir aquello que no está separado sino unido? 

Agregan que nosotros les recomendamos introducir la gracia en ellos por las vías nasales. 

Sé que esto es una calumnia (pues jamás escuché nada semejante en nuestro medio) y una malignidad más, añadida a las otras. 

Al que deforma, poco le cuesta inventar. Explícame, entonces, padre mío, por qué ponemos todo nuestro cuidado en introducir en nosotros nuestro espíritu y no nos equivocamos al recluirlo en nuestro cuerpo. 

Respuesta de Gregorio: Nuestro cuerpo no tiene en si mismo nada de malo; es bueno por naturaleza; sólo existe algo dañino en él: el espíritu camal, el cuerpo prostituido al pecado. El mal no viene de la carne sino de aquel que la habita.

 El mal no consiste en que el espíritu habite en el cuerpo sino más bien en que la ley opuesta a la ley del espíritu se ejercite en nuestros miembros. 

He aquí por qué nos revelamos contra la ley del pecado y la expulsamos del cuerpo para introducir en él la autoridad del espíritu. 

Gracias a esta autoridad fijamos la ley, la naturaleza y el limite de su ejercicio a cada potencia del alma, a los sentidos y a los miembros del cuerpo; a cada uno lo debido: esta obra de la ley lleva el nombre de temperancia; a la parte apasionada del alma le procuramos el hábito excelente que es la caridad y, a la parte razonable, la mejoramos arrojando todo lo que se opone a la ascensión del espíritu hacia Dios: este aspecto de la ley se llama sobriedad. 

Aquel que purificó su cuerpo por la temperancia, aquel que por la caridad ha hecho de su ira y de su concupiscencia ocasiones para la virtud, aquel que ofrenda a Dios un espíritu purificado por la oración, adquiere y ve en si mismo la gracia prometida a los corazones puros... «Llevamos este tesoro en vasos de barro» (cf. 2 Cor 4, 6-7); entended por ello nuestro cuerpo. 

¿Cómo entonces, reteniendo nuestro espíritu en el interior de nuestro cuerpo, faltaríamos a la sublime nobleza del espíritu? 

Nuestra alma es una esencia provista de potencias múltiples, tiene como órgano el cuerpo que anima. Su potencia -el espíritu, como lo llamamos - opera por medio de ciertos órganos. 

Ahora bien, ¿quién supuso jamás que el espíritu pueda residir en las uñas, los párpados, las narices o los labios? Todo el mundo está acorde en ubicarlo dentro de nosotros. 

Las opiniones divergen cuando se trata de designar el órgano interior. 

Los unos colocan el espíritu en el cerebro, como en una especie de acrópolis; otros le atribuyen la región central del corazón, aquella que es pura de todo soplo animal. 

En cuanto a nosotros, sabemos a ciencia cierta que nuestra alma razonable no está dentro de nosotros como estaría en un recipiente -puesto que es incorporal- pero tampoco fuera -puesto que está unida al cuerpo-, sino que está en el corazón como en su órgano. 

Nosotros no lo sabemos por un hombre, sino por aquel que se hizo hombre: «No contamina al hombre lo que entra en la boca, sino lo que sale de la boca... lo que sale de la boca procede del corazón y eso es lo que mancha al hombre» (cf. Mt 15, 11 19). Y el gran 

Macario dice igualmente: «El corazón preside todo el organismo. Cuando la gracia se ha apoderado de las praderas del corazón, reina sobre todos los pensamientos y sobre todos los miembros. Pues es allí donde se encuentran el espíritu y todos los pensamientos del alma». 

Nuestro corazón es, entonces, el asiento de la razón y su principal órgano corporal. 

Si queremos aplicarnos a vigilar y enderezar nuestra razón, por medio de una atenta sobriedad, qué mejor manera de vigilarla que reunir nuestro espíritu disperso en lo exterior por las sensaciones, reconducirlo dentro de nosotros hasta ese mismo corazón que es asiento de los pensamientos. 

Por ello Macario prosigue un poco más abajo: «Esto es lo que hace falta considerar para ver si la gracia ha grabado las leyes del Espíritu». ¿Dónde? En el órgano director, el trono de la gracia, allí donde se encuentran el espíritu y todos los pensamientos del alma, en resumen, en el corazón. 

Tú puedes medir ahora la necesidad de aquellos que han resuelto vigilarse en la quietud, reunir, recluir su espíritu en su cuerpo y que nosotros llamamos corazón... 

Si «el reino de los cielos está dentro de nosotros» (Lc 17, 21), ¿cómo no habría de excluirse de ese reino aquel que deliberadamente se dedica a hacer salir su espíritu? «El corazón recto, dice Salomón, busca el sentido» (Prov 27, 21), ese que en otro lugar llama «espiritual y divino» (Prov 2, 5) y del que los Padres nos dicen: 

«El espíritu enteramente espiritual está envuelto con una sensibilidad espiritual, no cesemos de perseguir ese sentido, a la vez en nosotros y fuera de nosotros» 

Puedes ver que si uno quiere alzarse contra el pecado, adquirir la virtud y la recompensa del combate virtuoso, más exactamente la prenda de esta recompensa, el sentimiento espiritual, es necesario recoger el espíritu en el interior del cuerpo y de si mismo. 

Querer hacer salir al espíritu, no digo del pensamiento camal sino del mismo cuerpo, para ir más allá, es la cumbre del error griego (= pagano)... 

Pero nosotros reenviamos el espíritu, no solamente hacia el cuerpo y el corazón, sino hacia si mismo. 

Aquellos que dicen que el espíritu no está separado sino unido, pueden reprochamos: ¿Cómo se podría hacer entrar el espíritu? Ignoran que la esencia es diferente. 

Ellos ignoran que la esencia del espíritu es una cosa, y que su acto (energía) es otra. 

En verdad, ellos no están engañados, sino que, deliberadamente y al abrigo de un equivoco, se alinean entre los impostores... 

No se les escapa que el espíritu no es como el ojo que ve a los objetos sin verse a sí mismos. 

El espíritu cumple los actos exteriores de su función según un movimiento longitudinal, como dice Dionisio, pero también retoma a si mismo y opera en si mismo su acto cuando se contempla; es lo que Dionisio llama movimiento circular. 

Es el acto más excelente, el acto propio, si lo hay, del espíritu. 

Por este acto en ciertos momentos él se transciende para unirse a Dios (Noms divins, cap. 

4). «El espíritu, dice san Basilio, que no se expande hacia fuera, retorna a si mismo y se eleva por si mismo a Dios por un camino seguro». 

Dionisio, el infalible guía del mundo espiritual, nos dice que ese movimiento del espíritu sólo podría engañar. 

El padre del error y de la mentira, que jamás cesó de querer descarriar al hombre... acaba de encontrar cómplices en ciertos individuos que componen tratados en este sentido y persuaden, incluso a aquellos que han abrazado la vida superior de la quietud, de que es mejor, durante la oración, mantener el espíritu fuera del cuerpo. 

Y esto a despecho de la definición de Juan en su Escala celestial: «El hesicasta es aquel que se esfuerza por circunscribir lo incorporal en el cuerpo». 

Nuestros padres espirituales nos han enseñado todos la misma cosa... 

Considera, hermano mío, que la razón se agrega a las consideraciones espirituales para mostrar la necesidad - cuando se aspira verdaderamente a convertirse en monje según el hombre interior- de introducir y mantener el espíritu en el interior del cuerpo. 

Esto significa que es correcto invitar, especialmente a los principiantes, a observarse a si mismos y a introducir su espíritu en si mismos al mismo tiempo que el soplo. 

¿Qué espíritu sensato alejaría a aquel que todavía no ha llegado a contemplarse del empleo de ciertos procedimientos para hacer retornar su espíritu hacia si? 

Es un hecho que, en aquellos que acaban de descender a la lid, el espíritu todavía no está reunido y se escapa; por su bien es necesario poner la misma obstinación en volver a traerlo. Siendo novicios todavía, ignoran que nada en el mundo es más reacio al examen de si mismo, ni más dispuesto a dispersarse. 

He aquí por qué algunos recomiendan controlar las idas y venidas del soplo, reteniéndolo para contener al espíritu. 

Esperamos que, con la ayuda de Dios, realicen progresos, logren purificar el espíritu, le impidan salir al mundo exterior y puedan recogerlo perfectamente en una concentración unificadora. 

Cualquiera puede constatar que ese es un efecto espontáneo de la atención del espíritu; el ir y venir del soplo se hace más lento en todo acto de reflexión intensa. 

Esto sucede particularmente en aquellos que practican la quietud del espíritu y del cuerpo. 

Ellos celebran verdaderamente el sabbat espiritual: suspenden todas las obras personales; suprimen, en lo posible, la actividad móvil y cambiante, descuidada y múltiple, de las potencias cognoscitivas del alma al mismo tiempo que toda la actividad de los sentidos; en resumen, detienen toda actividad corporal que depende de su voluntad. 

En cuanto a aquellas que no dependen enteramente de ellos, tales como la respiración, la reducen en la medida de lo posible. 

Esos efectos, surgen, espontáneamente y sin pensar, en todos los que están avanzados en la práctica hesicasta; se producen necesariamente y por si mismos en el alma perfectamente introvertida. 

Entre los principiantes, eso no sucede si no es mediante el esfuerzo. 

Hagamos una comparación: La paciencia es un fruto de la caridad; «la caridad todo lo tolera» (1 Cor 13, 7). Ahora bien, ¿no se nos enseña a emplear todos los medios para obtener y llegar a la caridad? El caso es el mismo aquí. 

Todos aquellos que tienen experiencia se ríen de las objeciones de la inexperiencia; su medio no es el discurso sino el esfuerzo y la experiencia que él engendra, la experiencia que produce un fruto útil y descubre los propósitos estériles de los que disputan de mala fe. 

Un gran doctor escribió que «después de la transgresión, el hombre interior se modela según las formas exteriores»

Aquel que quiere introvertir su espíritu e imponerle, a cambio del movimiento longitudinal, el movimiento circular e inefable, en lugar de pasear su mirada de aquí para allá, obtendrá mayor provecho concentrándola en su pecho o en su ombligo. 

Curvado, imita exteriormente el movimiento interior de su espíritu y, por esta actitud del cuerpo, introduce en su corazón la potencia del espíritu al que la vista vuelca hacia fuera. 

Si es verdad que la potencia de la bestia interior tiene su asiento en la región del ombligo y del vientre, donde la ley del pecado ejerce su imperio y le proporciona alimento, ¿por qué no emplazar allí, precisamente, todo el ejército de la oración, para oponérsele? 

Para impedir que el espíritu malvado, expulsado por el baño de regeneración retorne con siete espíritus aún más malvados a instalarse por segunda vez y que la nueva situación sea peor que la primera (cf. Lc 11, 26). «Toma cuidado de ti», dijo Moisés (Dt 15, 9), de ti, íntegramente y no de esto o de aquello. ¿Cómo? ¡ Por el espíritu! No existe otro medio de tomar cuidado de si. 

Coloca esta guardia ante tu alma y tu cuerpo, él te librará fácilmente de las malas pasiones del alma y del cuerpo... 

No dejes sin vigilancia ninguna parte de tu alma ni de tu cuerpo, así franquearás la zona de las tentaciones inferiores y te presentarás ante aquel que «escruta los riñones y los corazones», pues tú los habrás escrutado por ti mismo de antemano. «Si nos examinásemos a nosotros mismos no seriamos condenados» (1 Cor 11, 31). 

Tu compartirás la bienaventurada experiencia de David: «Mas la tiniebla no es tiniebla para ti, ante ti brilla la noche como el día. Porque tú me formaste en las entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre» (Sal 138, 12). 

Tú no solamente has hecho tuya la parte concupiscible de mi alma, sino que, si quedaba dentro de mi cuerpo algún foco de ese deseo, lo has reunido a su origen y, por la fuerza misma de ese deseo, se ha elevado hacia ti, se ha ligado a ti. 

Aquellos que se atan a los placeres sensibles de la corrupción, consumen en la carne toda la potencia del deseo de su alma y se convierten así enteramente en carne. 

El Espíritu no podría permanecer en ellos. Por el contrario, aquellos que elevaron su espíritu a Dios, establecieron su alma en el amor de Dios; su carne transformada comparte el crecimiento del espíritu y se une a él en la comunión divina. Se convierte, ella también, en el dominio y la casa de Dios; ella no alberga enemistad ni desea nada contra el espíritu. 

La carne no es buena, nos dice el apóstol, en tanto que en ella no habite la ley de la vida. 

Mayor razón para no dejarla jamás sin vigilancia. ¿Cómo nos pertenecerá? ¿cómo impediremos su acceso al enemigo - sobre todo nosotros, que aún no poseemos la ciencia espiritual requerida para rechazar los espíritus del mal-, si no es dirigiendo nuestra acción a través de una actitud exterior?…

Los más perfectos utilizan esa actitud en la oración y logran así la benevolencia de Dios. 

Y esto no sólo entre aquellos que siguieron a la venida de Cristo entre nosotros, sino también entre los que lo precedieron. 

Elías mismo, consumido en la teoptia, apoya su cabeza sobre las rodillas, reúne animosamente su espíritu en sí mismo y en Dios y así pone fin a una sequía de varios años. 

Aquellos cuyos propósitos me recuerdas (con tu pregunta) parecen compartir el mal del fariseo... desdeñan la actitud de la oración justificada del publicano y exhortan a los demás a no imitarlo en ella. «No se atrevía ni a levantar sus ojos al cielo» dice el Señor (Lc 18, 13). 

Lo imitan, por el contrario, aquellos que, orando, aplican sus ojos sobre ellos mismos. 

Quienes se refieren a ellos dándoles el sobrenombre de omphalópsicos (los que colocan su alma en el ombligo) calumnian a sus adversarios -¿de entre ellos, alguno colocó jamás el alma en el ombligo?-, se comportan además como detractores de prácticas que merecen alabanzas y no como esclarecedores de equivocaciones. 

No es la causa de la vida hesicasta y de la verdad lo que los impulsa a escribir, es la vanidad. No es su deseo el introducir sobriedad, sino el alejarla.

Por todos los medios tratan de perjudicar a la obra y a aquellos que se dedican a ella con celo. 

Podrían también tratar de koliópsico al que dijo: «Mi vientre (kolia) se estremece como un arpa.. .» (Is 16, 11) y envolver en la misma calumnia a quienes representan, nombran y persiguen las realidades invisibles por medio de símbolos corporales... 

Tú conoces la vida de Simeón el Nuevo Teólogo, sus escritos, y a Nicéforo el Hagiorita... que enseñan claramente a los principiantes aquello que, según me dices, otros combaten. 

¿Pero, para qué limitamos a los santos del pasado? Hombres que han dado testimonio del poder del Espíritu santo, nos enseñaron todo esto por su propia boca: Teolepto, obispo de Filadelfia, Atanasio el Patriarca (fin del siglo XIII, comienzos del XIV). 

Tú los escuchas, a ellos y a otros, antes que ellos y después de ellos, invitando a conservar esa tradición que nuestros nuevos maestros en hesicasmo se dedican a despreciar, a deformar y arruinar, sin beneficio para sus oyentes. 

Nosotros mismos hemos vivido con algunos de los santos más altamente considerados: fueron nuestros maestros. 

¿Cómo, entonces, desdeñaríamos a quienes la experiencia, unida a la gracia, ha formado, para alineamos detrás de los que no tienen otro título para enseñamos que su orgullo? 

Huye de esas gentes y repítete sabiamente a ti mismo, como David: «Bendice a Yahvé, alma mía y bendiga todo mi ser su santo nombre» (Sal 103, 1).

Escucha dócilmente a los Padres, escúchalos aconsejarte acerca de los medios para hacer reentrar al espíritu. 

El tomo hagiorita 

Aquel que trata de mesalianos a los que consideran al cerebro o al corazón como asiento del espíritu, que lo sepan: atacan a los santos. 

San Atanasio coloca el asiento de la razón en el cerebro. 

Macario, cuyo resplandor no es inferior, coloca en el corazón la operación del espíritu. 

Y casi todos los santos están de acuerdo con ellos. San Gregorio de Nisa, afirmando que el espíritu no está ni dentro ni fuera del cuerpo, no está en contradicción con ellos. 

Pues los otros colocan el espíritu en el cuerpo en tanto que lo consideran unido a él. 

Hablan simplemente colocándose en otro punto de vista pero no tienen una opinión diferente. 

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