martes, 17 de mayo de 2016

Máximo el Confesor - Filocalia


Acerca de la oración ininterrumpida 

El hermano dijo: Padre mío, enséñame, os lo ruego, de qué manera la oración extirpa los conceptos en el espíritu. 

El anciano respondió: Los conceptos son conceptos de objetos. 

Entre tales objetos algunos se dirigen a los sentidos, otros al espíritu. 

El espíritu que se demora entre ellos queda enredado en esos conceptos, pero la gracia de la oración une al espíritu a Dios y, mediante esa unión, lo separa de todos los conceptos. 

El espíritu, así desnudo, se hace familiar y semejante a Dios. Como tal, le pide lo que necesita y tal demanda jamás es frustrada. 

Por ello el apóstol prescribe «orar sin interrupción» para que uniendo asiduamente nuestro espíritu a Dios, lo liberemos poco a poco de las ataduras con los objetos materiales. 

El hermano le dijo: ¿Cómo puede el espíritu «orar sin interrupción» puesto que, salmodiando, leyendo, conversando, consagrándonos a nuestros oficios, lo desviamos hacia numerosos pensamientos y consideraciones? 

El anciano respondió: La divina Escritura no ordena nada imposible. 

El apóstol también salmodiaba, leía, servía y, sin embargo, oraba sin interrupción. 

La oración ininterrumpida consiste en mantener el espíritu sometido a Dios con una gran reverencia y un gran amor, sostenerlo en la esperanza de Dios; realizar en Dios todas nuestras acciones y vivir en él todo lo que nos sucede. 

El apóstol, puesto que se encontraba en tal disposición, oraba sin tregua. 

 Acerca de la purificación del corazón 

Cuando hayáis triunfado animosamente sobre las pasiones del cuerpo, cuando hayáis guerreado lo suficiente contra los espíritus impuros y arrojado sus pensamientos fuera del dominio del alma, rogad entonces para que os sea dado un corazón puro y para que el espíritu de rectitud sea restaurado en vuestras entrañas (cf. Sal 51, 12), es decir, que, vaciados de los pensamientos corruptos, la gracia os llene de pensamientos divinos. 

Y que sea el mundo espiritual de Dios, inmenso y resplandeciente, compuesto de contemplaciones morales (vida activa), naturales (primeras contemplaciones) y teológicas (contemplación de Dios). 

Aquel que haya vuelto puro su corazón conocerá no solamente las razones de los seres inferiores a Dios, sino que atraerá también, en una cierta medida, al mismo Dios y, cuando haya franqueado la sucesión de todos los seres, alcanzará la cumbre suprema de la felicidad. Dios, manifestándose en ese corazón se dignará grabar allí sus propias leyes por medio del Espíritu, como sobre nuevas tablas mosaicas. 

Esto en la medida en que el corazón haya progresado en la acción y la contemplación, según la intención mística del precepto: «Creced» (Gén 35, 11). 

Se puede llamar corazón puro a aquel que no tiene ningún movimiento natural hacia ninguna cosa, de cualquier tipo que sea. 

Sobre esta tabla perfectamente alisada por una absoluta simplicidad, Dios se manifiesta e inscribe sus propias leyes. 

Es un corazón puro el que presenta a Dios una memoria sin especies ni formas, dispuesta únicamente a recibir los caracteres por los que Dios acostumbra a manifestarse. 

El espíritu de Cristo que reciben los santos según las palabras: «nosotros poseemos el pensamiento de Cristo» (1 Cor 2, 16), no viene a nosotros mediante la privación de nuestro poder intelectual, ni como un complemento de nuestro intelecto, ni bajo la forma de un agregado sustancial a nuestro intelecto. No. 

El hace brillar el poder de nuestro intelecto en su propia cualidad y lo conduce a su propio acto. 

Yo llamo «tener el espíritu de Cristo» a pensar según Cristo y pensar a Cristo en todas las cosas

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