lunes, 16 de mayo de 2016

Nicetas Stethatos - Filocalia


La continencia, el ayuno y los combates espirituales detienen las solicitaciones y los impulsos de la carne; la lectura de las santas Escrituras refresca el enardecimiento del alma y los tumores del corazón; la oración inextinguible los humilla, y la compunción, como un aceite, los alegra. 

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Nada vuelve al hombre tan familiar a Dios como la plegaria pura e inmaterial que une con él al que ora sin distracción en el Espíritu y cuya alma ha sido lavada por las lágrimas, endulzada por la alegría de la compunción e iluminada por la luz del Espíritu. 

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La cantidad es excelente en la salmodia, cuando es acompañada por la perseverancia y la atención. Pero es la calidad la que vivifica el alma y conduce al fruto. 

La calidad de la salmodia y de la oración consisten en orar con el Espíritu en el intelecto. 

Ora en su intelecto aquel que, orando y salmodiando, considera el sentido encerrado en la santa Escritura. 

Tales pensamientos divinos constituyen en su corazón otros tantos escalones espirituales: el alma es transportada en el aire luminoso, totalmente iluminada, purificada incluso, y se eleva hasta el cielo y ve la belleza de los bienes preparados a los santos. 

Consumida por el deseo, derrama por los ojos el fruto de la luz, desparramando un raudal de lágrimas bajo la moción (energía) iluminadora del Espíritu. 

La gustación de esos bienes es tan dulce que se llega, en esos momentos, a olvidar el alimento del cuerpo. 

Tal es el fruto de la oración, aquel que procede de la calidad de la salmodia en el alma que ora. 

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Allí donde vosotros veis el fruto del Espíritu se encuentra también la calidad de la oración. 

Y allí donde hay calidad, la cantidad de la salmodia también es excelente. 

Si no veis el fruto, es porque la calidad es árida y, si es árida, la cantidad no sirve para nada. Resulta absolutamente sin provecho para la gran mayoría. 

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Tened cuidado del engaño cuando oráis o cantáis salmos al Señor. 

Los demonios sorprenden los sentidos del alma y nos hacen, traicioneramente, decir una cosa por otra, cambiando por blasfemias los versículos de los salmos y haciéndonos proferir impiedades. 

O bien, cuando entonamos el salmo, nos hacen llegar rápidamente al final, borrando de nuestro espíritu la parte del medio, o nos hacen dar vueltas en redondo sobre el mismo versículo, sin dejamos encontrar la continuación del salmo. 

O, cuando hemos llegado al justo medio, bruscamente nos retiran el recuerdo de todos los versículos que siguen, de modo que olvidamos el versículo que teníamos sobre los labios y no podemos reencontrarlo ni volverlo a atrapar. 

Actúan de ese modo para debilitamos y disgustamos y también para arruinar los frutos de la oración, volviéndonos sensibles a su extensión. 

Pero resistid valientemente y ligaos cada vez más a vuestro salmo para, en la contemplación, recoger en los versículos los frutos de la oración y enriqueceros con la iluminación del Espíritu santo, reservada a las almas que oran.

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¿Os sucede alguna cosa semejante mientras salmodiáis con inteligencia? No permitáis que la negligencia os debilite. 

No prefiráis la comida del cuerpo a los esfuerzos del alma, dejándoos pensar en la longitud de la hora (canónica). 

Pero deteneos en el lugar mismo en que vuestro espíritu se ha dejado cautivar y, si estáis al final del salmo, retomad valientemente el comienzo. 

Retomad la ruta del salmo a partir del comienzo, vuestro espíritu deberá apoyarse en la distracción muchas veces en el curso de la misma hora. 

Si os comportáis así, los demonios no soportarán la paciencia de vuestra perseverancia, ni el vigor de vuestra resolución; y se retirarán cubiertos de vergüenza. 

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La oración inextinguible es -tenedlo seguro- aquella que no cesa en el alma, ni de noche ni de día. 

Ni los brazos extendidos, ni la actitud del cuerpo, ni los sonidos de la lengua, la muestran a las miradas. 

Sin embargo, aquellos que comprenden saben que la obra del intelecto reside en el ejercicio mental del «recuerdo de Dios» en una disposición de perseverante compunción. 

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Debemos dedicamos sin cesar a la oración, manteniendo nuestros pensamientos reunidos bajo la conducción del intelecto, en una gran paz y modestia, ocupados en investigar las profundidades de Dios y en buscar la gustación de la onda, suave entre todas, de la contemplación. 

Aquel en el que todas las facultades del alma están consagradas por la ciencia, ése ha realizado la oración constante. 

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No hay lugar ni tiempo determinado para celebrar el misterio de la oración. Si fijáis horas, momentos, lugares para la oración, el tiempo que reste estará perdido en las ocupaciones de la vanidad. 

La verdadera oración es la inquebrantable fijación del espíritu en Dios. 

Su obra es volcar el alma (la inteligencia discursiva) hacia las cosas divinas; su fin es hacer que la inteligencia se adhiera a Dios y no haga con él más que un solo espíritu, según la definición del apóstol 

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